Vladislav
La noche se extendía como un manto de terciopelo negro sobre el bosque. Desde mi ventana, observaba las sombras danzar entre los árboles mientras la luna, irónica homónima de mi tormento, brillaba con una intensidad casi burlona. Llevaba tres noches sin dormir adecuadamente. Tres noches en las que su rostro, su aroma, su voz, se colaban en mis pensamientos como un veneno dulce.
Luna. Mi Luna.
No. No era mía. No podía serlo.
Me serví otro vaso de sangre mezclada con whisky, una combinación que los vampiros más jóvenes consideraban sacrílega, pero que para mí se había convertido en rutina desde hacía siglos. El líquido carmesí descendió por mi garganta, pero no calmó la sed que me consumía. Una sed que no era de sangre, sino de ella.
Cerré los ojos y ahí estaba otra vez. La pesadilla. Siempre la misma.
Ekaterina yacía en mis brazos, su cuerpo destrozado, su sangre empapando mi camisa. Sus ojos, antes llenos de vida, ahora vacíos como pozos sin fondo.
—Vladislav... —susurró con