Luna
La noche se cernía sobre nosotros como un manto de terciopelo negro. El aire olía a tierra húmeda y a sangre. Mi sangre. La de Vladislav. La de todos los que habían caído antes que nosotros.
Observé su rostro mientras se preparaba para la batalla. Sus ojos, normalmente fríos como el hielo, ardían con una determinación que nunca había visto. Estaba dispuesto a morir por su gente, por su legado... por mí.
—No tienes que venir —me dijo, ajustándose los guantes de cuero negro—. Puedes quedarte aquí, estarás a salvo.
Negué con la cabeza mientras me acomodaba la daga en el cinturón. Ya no era la misma mujer asustada que había llegado como sacrificio meses atrás. La sangre de Vladislav corría por mis venas, y con ella, una fuerza que jamás creí poseer.
—Si tú vas, yo voy —respondí con firmeza—. No te dejaré enfrentar esto solo.
Una sonrisa casi imperceptible se dibujó en sus labios. Se acercó a mí y tomó mi rostro entre sus manos. Sus dedos, fríos como siempre, me transmitieron un calor