Terceros…
Sanem no sabía cuántas horas habían pasado, pero esta noche parecía eterna.
Estaba tirada en el suelo, fría, con el rostro bañado en sudor, sangre seca en la sien y las muñecas marcadas por el forcejeo. Tenía el rostro inflamado y la garganta aún marcada por los dedos de Naim. Pero nada dolía tanto como su conciencia.
El silencio era absoluto, hasta que se escucharon las puertas de aquel salón pequeño abrirse, donde él había ordenado que la dejara. Los pasos de Naim eran lentos, un arrastre de furia y determinación, de hecho, la puerta se abrió sin apuro.
Naim estaba allí, de pie, como un juez sin clemencia, observándola sin pestañear. No hablaba, no gritaba, solo la miraba, y ella supo que pasó demasiado tiempo hasta que se agachó frente a ella.
—Levántate —gruñó de forma tan ronca como nunca.
Sanem no respondió, no podía, entonces él la tomó del brazo, la alzó sin cuidado, y la arrojó contra una de las mesas.
—¿Sabes lo que hiciste? —Su voz era un susurro oscuro—. No destr