Kereem…
Los labios me temblaban, pero no de miedo. Me temblaban por la furia contenida, por el calor que había dejado su mano en mi cara, y por la maldita mezcla de deseo y rabia que me anudaba el estómago cada vez que me hablaba así.
Me costaba respirar y me costaba pensar, siempre era así con él, y me estaba matando con esa forma suya de proteger, como si la palabra fuera una sentencia y no un acto normal entre nosotros.
Entonces me obligué a tragar saliva y, con los ojos aún fijos en los suyos, solté en voz baja:
—Buenos días…
Pero él no respondió. En vez de eso, me besó como si no hubiera mañana, como si con ese beso pudiera tatuarme la advertencia: “Eres mía. Y punto.”
Me apretó contra su cuerpo, una mano firme en mi espalda y la otra subiendo por mi muslo, como si quisiera fundirme ahí mismo. Y antes de darme cuenta, me alzó del suelo con una facilidad brutal, con mi cuerpo completamente bajo su dominio.
—¡Kereem! —jadeé entre risas nerviosas y rabia—. ¡Contrólate! Tengo que irm