Zahar…
Atenas, Grecia.
El sol en Atenas tiene una forma distinta de caer sobre la piel. No quema, ni abrasa, ni exige sumisión como lo hacía en mi tierra. Aquí… acaricia. Se posa suave sobre los hombros como un recuerdo que uno aún no sabe si duele o consuela.
Han pasado solo unas semanas desde que llegué a este lugar que es un contraste de historia y realidad, semanas desde que hui, para ser honesta conmigo misma. De Kereem, de la guerra, de todo lo que fui y lo que me obligaron a ser y ahora, al menos en la superficie, soy libre.
Me instalé en una pequeña casa en el barrio de Anafiótika, a los pies de la Acrópolis. Blanca, humilde, con paredes que transpiran historia y un balcón diminuto donde crecen dos macetas tímidas que no sé cuidar. Las compré el segundo día con la intención de hacer algo distinto, de enraizarme a esta nueva vida, pero simplemente no sé cuidar lo que no me habla… Y estas flores, como yo, parecen no saber dónde están.
Salgo temprano todos los días y camino hasta