Zahar…
Lo vi entrar.
Desde el extremo del salón, entre columnas y banderas, su figura parecía demasiado firme, como si el mundo no lo hubiese quebrado nunca y caminaba entre los soldados con una presencia que siempre me intimidó.
Me costaba respirar ahora… Kereem, mi Kereem…
Tan firme, tan entero por fuera, como si nada pudiera derribarlo, sin embargo, había algo en su rostro… una serenidad fingida, quizás. Una especie de escudo que conocía demasiado bien.
Me parecía imposible que estuviera allí, tan cerca… y tan lejos
Él caminaba por la embajada, como si no pesara, como si no llevara encima los restos de todo lo que habíamos vivido, como si dejarme ir, no lo partiera por dentro, como si no supiera que a mí sí.
Mis botas estaban fijas sobre el suelo pulido, el uniforme intacto, el rostro en calma. Me había arreglado con frialdad: peinado, chaqueta cerrada, como si maquillar mi alma me hiciera invisible.
Pero cuando él se acercó, el aire me tembló en el pecho, no podía dejar de mirarlo