Una deliciosa y romántica novela de amor, celos, aventuras, emociones fuertes e intensas y de mucho suspenso. "Jugando con el amor" es la historia de una mujer que recibe un disparo en el pecho y la obliga a dejar la policía, donde era muy considerada y respetada por sus colegas y superiores. Afligida por ello, encuentra consuelo en el tenis, donde, por cosas del destino, conoce al amor de su vida: un acaudalado empresario, súper millonario pero también un empedernido y hermoso play boy. Los celos, sin embargo, traicionan a la protagonista de ésta novela, desatándose entonces toda suerte de emotivas, dramáticas e hilarantes en diferentes escenarios y teniendo como fondo el apasionado mundo del deporte blanco. "Jugando con el amor" es una novela diferente, audaz, romántica, con mucho amor y celos, de suspenso y emociones a granel, que encandilará a los lectores de principio a fin. ¿Podrá ganar ella el partido más importante de su vida... el amor del millonario?
Leer másUn certero balazo en el pecho acabó con todos mis sueños. La bala se alojó muy cerca del corazón y se quedó allí para siempre porque era muy riesgoso poder retirarlo, dijeron los médicos. No afectaba los pulmones, felizmente. Sin embargo, eso acabó con mi carrera. Yo era policía. Había alcanzando el rango de teniente y era muy estimada y respetada por mis compañeros y comandantes, había ganado, además, numerosas distinciones y aspiraba a llegar al más alto rango que mujer alguna haya alcanzado, pero el destino, muchas veces, es cruel. Me encontraba en mi mejor momento cuando un delincuente me disparó a quemarropa, al pecho. No fue en una intervención policial, es lo más irónico de todo. Yo estaba en una tienda de modas comprando pantimedias, cuando el ladrón asaltó a la cajera y cargó con todo el dinero y emprendió la huida. Entonces tuve una reacción más por instinto que por sentido común, me le atravesé para que cayera o diera tiempo a que llegara la seguridad del centro comercial. Fue el peor error de mi vida. El hampón me dio un empellón, se enfureció y me disparó al pecho.
Recuerdo que sentí tan solo un pellizco que no me tumbó, pese al furioso impacto y que aquel hombre me disparara tan de cerca. El ladrón pudo escapar de todas maneras, aprovechando el caos y el pánico que provocó el balazo retumbando en el centro comercial como un trueno que remeció vitrinas y ventanales. Me quedé parada, empinada sobre mis pies, llamando a gritos a la seguridad para que detuviera al escurridizo hombre, cuando la cajera, asustada y empalidecida, me dijo que estaba sangrando. -Está herida, señorita-, se aterró ella. Yo la miré entre incierta y desconcertada, rascándome los pelos. Respiraba bien, recuerdo, me picaba el pecho eso sí, y sentía un hilo caliente, resbalando hacia mi ombligo. Puse, incluso los cuatro paquetes de pantimedias en la mesa, esperando que ella me los cobre, cuando, entonces, de repente, perdí todo sentido, me caí de bruces al suelo, con la mirada desorbitada, golpeando mi cabeza con el piso. Todo se volvió oscuro, la vocinglería se fue disipando, haciéndose cada vez más lejana y luego el lugar quedó en silencio, aunque yo no había cerrado los ojos. Mis párpados se negaban a morir. Estuve en coma inducido dos meses, atada a una cama, con muchos respiradores encima. De ese tiempo que estuve en el hospital, no recuerdo absolutamente nada. Ni sueños ni pesadillas ni imágenes ni frases, nada, absolutamente nada. Solo me acuerdo cuando me desperté. Ese instante sí lo tengo bien dibujado en mi mente, como una impronta, un sello imborrable. Abrí los ojos y vi las luces amarillentas de los focos, colgando sobre mis ojos como acuarelas amarillentas muy intensas. Las ventanas estaban abiertas y afuera el cielo estaba encapotado y muy gris porque seguramente había llovido mucho. Y tuve tos, mucha tos, pero los tubos que tenía en la boca, no me dejaban toser, me atragantaban y sentía la garganta seca y anudada. Quise hablar, además, pero mi voz se amordazó con los tubos y la horrible sequedad que me asfixiaba y me angustiaba. Pensé, de inmediato, en mis manos, mis pies, y pude moverlos. Sentí algo de alivio, flexioné, incluso las rodillas y me sentí mejor. Tenía hambre pese a que estaba demasiado mareada. Mi cabeza parecía dar vueltas como un trompo pero no quería volver a cerrar los ojos. Empiné mis párpados para no dormirme, cuando entró una enfermera. -Despertó, qué bueno-, exclamó sin emocionarse, revisando unas hojas que tenía en un tablero de plástico. Miró su reloj, apuntó, imagino, la hora en que desperté y se marchó sin hacerle caso a mis murmullos amordazados, mi desesperación por querer hablarle y mis manos tratando de alzarse impetuosas, queriendo abrazar al silencio. Entró un doctor. Me miró largo rato, con las manos metidas en los bolsillos de su mandil, con la boca estrujada, la frente arrugada y sus lentes gruesos corridos hasta la punta de su nariz inflada como un globo. Tenía muchas canas mal pintadas y su cabeza estaba hundida entre sus hombros. No tenía cuello. Eso parecía. -¿Qué me pasó, doctor?- al fin pude hablar, arrimando los tubos con mi lengua. -Nada, nena, estás bien, es lo que importa-, dijo él. Encendió una linterna delante de mis ojos que me hizo parpadear y maldecir, pero él solo estalló en risotadas y meneándose como un barco a la deriva, fue diciendo -Katty no cambia- Claro. Yo me llamo Katherine Tecelao y me dicen Katty, tengo 36 años, soltera, sin hijos. Soy teniente en la unidad de acciones tácticas de la policía, especialista en desactivación de bombas y armas pesadas, y debía reintegrarme al trabajo de inmediato, cuando sentí el pellizco otra vez ardiendo en mi pecho, justo en el canalillo de mis pechos. Nadie me dijo nada durante tres días. Eso lo recuerdo perfectamente, también. Las enfermeras llegaban, me ayudaban a cambiarme, renovaban las sábanas, me daban suero, chequeaban los tubos, me peinaban y se iban, pese a mis reclamos, mis preguntas, mi mortificación y mis blasfemias. Recién al cuarto día entró el comandante Pereyra, mi jefe. Lo hizo como siempre, raudo, igual a un tren descarrilado, tumbando la puerta, tamborileando sus grandes botas , sin mirarme, con su sombrero en las manos, aupando su enorme panza, la sonrisa irreverente en los labios y soplando prisa en su aliento. -Eres muy valiente, Katty, la policía ha decidido promocionarte a capitán y entregarte una medalla-, fue lo que me dijo, en forma parca, concisa, alzando la voz, como si estuviera en una formación. -Quiero volver a mi unidad, comandante-, le dije, tratando de incorporarme. -Pronto, hijita, pronto volverás con tu gente-, me respondió, se dio vuelta en forma mecánica y me dejó otra vez, sumida en el desconcierto. Un par de días después, me quitaron los tubos y pude valerme por mí misma. Di varios pasos por el cuarto. Recién, casi una semana después, me di cuenta que había otra mujer acostada en una cama que no dejaba de mirarme con suma atención. -Para tener una bala metida en el pecho estás muy bien-, dijo ella riéndose con la mirada. Me pareció un chiste de mal gusto. Me molesté, incluso. -¿A qué te refieres?-, dije, volviendo a la cama porque me sentía débil y tambaleante. -Que te dejaron la bala metida en el pecho porque está muy cerca al corazón, eso fue lo que escuché-, siguió riendo la mujer a través de los ojos. Recordé, entonces, el incidente en el centro comercial, el balazo que me dio aquel delincuente, y las dichosas pantimedias. Recibí el alta dos meses después. El doctor que me atendía me dio un millón de recomendaciones, otro tanto de medicinas, me sometió a muchas más pruebas, análisis, radiografías y finalmente, firmó la orden para irme a mi casa. Pero yo fui de frente a mi comandancia. Mis amigos y subalternos me colmaron de besos, abrazos, me dieron hurras, me trataron como a una princesa y se mostraron efusivos y emocionados a la vez. Me reglaron peluches, flores, muchos chocolates y el atrevido del sargento Márquez me regaló un baby doll negro, transparente. -Para cuando al fin seas mía, capitana-, me dijo haciendo estallar en risotadas al resto de hombres. Recordé que Pereyra me anunció, en el hospital que había sido ascendida a capitana. Eso me alborozó mucho. Me sentí fuerte y deseosa de reincorporarme al servicio de inmediato. No quería seguir inútil y enferma como esos larguísimos e interminables días. -Prepárense todos para pasar revista-, ordené, entonces, guardando los regalos en mi casillero, sin embargo el silencio se hizo largo y pesado igual a una densa neblina. Mis subalternos quedaron turbados, boquiabiertos, pintados de rojo y con los ojos desorbitados. En ese mismo instante, jamás lo voy a olvidar, supe que todo se había acabado, que mi carrera como policía se había terminado para siempre. Lo leí en las miradas estupefactas de mis amigos y colegas, lo escuché en el silencio y me sentí morir. Tosí muchas veces, muy fuerte, y sentí tambalear las piernas. Pereyra me esperaba en su escritorio con mi baja. Esta vez no había aupado su inmensa panza y su mirada otrora férrea e intimidante, parecía el remanso de un oasis seco y moribundo. -Lo siento Katty-, fue lo único que me dijo. Me dio el documento firmado por el alto mando, decretando mi baja por lesión seria, impedimento físico para el servicio e incapacidad irreversible para cumplir mis labores y que se me entregaba una pensión vitalicia, el acenso honorífico a capitana y se me otorgaba los mismos beneficios que todos los efectivos en actividad, también de por vida. Agaché la cabeza y sin poder contenerme rompí a llorar a gritos.Ruth Evand cayó en desgracia. Empezó a perder sucesivamente, y ya no fue la mujer imbatible que ganaba a cuanto rival se le ponía enfrente. Perder en Wimbledon y el Open de Estados Unidos, le afectó demasiado y quedó sugestionada y frustrada. Salió del tope cien incluso y al poco tiempo se retiró del tenis, casi en silencio, abrumada por no haber podido vencerme. Ella siempre pensó que yo no le jugué limpio, que me dopaba, que tenía fierros en mi manos y que me aplicaba hormonas masculinas. Evand se casó con uno de sus entrenadores y no quiso saber más del tenis. Tiene tres hijos, desempolvó su título de profesora y dicta clases a pequeñines en un colegio de Boston y eso la hacía muy feliz. Fue lo último que supe de ella. ¿Saben quién es ahora, la número uno del mundo? ¡¡¡Gina Ferreti!!! Mi amiga empezó a ganar todos los torneos habidos por haber y se proclamó tricampeona en Roland Garros, Wimbledon y Flushnig Meadows en un mismo año. Y tiene para reinar en el tenis, uffff, mu
Di a luz nuevamente, dos años después, ésta vez una niña hermosa, dulce, mágica y encantada. Fueron otros nueve meses angustiantes, caóticos con mucho miedo y pánico porque a la bala que tenía clavada en el pecho, ahora se sumaba mi edad. Yo ya había pasado los cuarenta años, aunque los doctores me dijeron que yo era fuerte como una adolescente y no tendría problemas para dar a luz, sin embargo estaba aterrada. Fueron días y horas de tensión extrema. Finalmente el alumbramiento salió bien, la pasé pésimo, obviamente, las contracciones fueron horribles y descomunales, pero la bebita nació muy bien y yo salí adelante en ese maravilloso reto de ser nuevamente mamá, je. A ella Le pusimos Jenny, por la hermana de Marcial. Ella se puso a llorar como una adolescente cuando le dimos la noticia. Magdalena se casó, al poco tiempo, con el hermano de Marcial, en una ceremonia muy bonita, sencilla, familiar que me encantó y maravilló. Ella también dejó el tenis y se dedicó a la escuela de Ashle
Aún pude ganar tres torneos internacionales más que se desarrollaron en Buenos Aires, Estocolmo y Tokio. Fueron certámenes exigentes, complicados pero logré salir adelante, alcanzando a vencer en reñidas finales a mis rivales de turno y ganándome muchos aplausos, distinciones y trofeos. Gina cumplió su castigo y reanudó su carrera profesional. Se impuso en los premios de Roma, Budapest y Vancouver y fue recuperando, a pasos acelerados, su ubicación en el ranking mundial. Yo ya había decidido dejar el tenis, sin embargo. Me convencí que era hora de dar el paso al costado. No fue una decisión difícil porque eso ya lo tenía pesado, buen tiempo atrás, después de ganar el open de Estados Unidos y cuando Marcial me pidió casarme con él. Entonces jugué un último torneo internacional, el Ciudad de Lima, que se hizo en el flamante estadio del club Boniek y que sirvió para estrenar el enorme recinto, súper cómodo, moderno y simplemente espectacular. Tenía que ganarlo, además, cueste l
-Señor Boniek, su bebé es varoncito-, se le acercó una enfermera, con la voz serena, apacible, igual a un viento sutil, acariciando la tarde. Marcial miró la carita de ángel de su hijo y las lágrimas le chorrearon a cascadas por las mejillas. Se deleitó con la naricita chiquita del pequeñín, su frente amplia, su boquita deliciosa, tratando de dibujar una mueca graciosa y se convenció que era igualito a él. Tembló de emoción, quiso tocar sus deditos, pero se contuvo, y de inmediato se aupó para tratar de ver por las puertas de la zona de maternidad. Los médicos salían con las caras largas, en silencio, igual si fueran sombras. Marcial sabía que algo malo había pasado. Nadie decía nada y los galenos estaban sudorosos, afligidos y cansados. -¿Y mi esposa?-, se aterró, entonces, desorbitó los ojos y volvió a temblar esta vez con más furia y sus rodillas empezaron a doblarse, a derretirse como mantequilla, sumido en el pánico. Su corazón empezó a latir muy fuerte, como un redoble maca
La luna de miel la pasamos en Trujillo, la tierra de la madre de Marcial y donde él había pasado su niñez. Su hermano tenía una gran e idílica finca donde criaba caballos de paso. A Marcial le dio risa que yo les tuviera tanto miedo a los equinos. -Los caballos no hacen nada, mi amor-, me decía viéndome reticente a acercarme a ellos. Lo que no sabía Marcial es que yo aún tenía presente en mi recuerdo cuando un camello me persiguió furioso en El Cairo y no quería volver a vivir una experiencia igual je je je. Dos meses después quedé embarazada. Marcial saltó, gritó, aulló y hasta bailó encima de la mesa, presa de la emoción, sin embargo a mí me preocupaba la bala que tenía metido en el pecho. -El esfuerzo por dar a luz podría matarme, no olvides que tengo una bala pegada al corazón-, fue exactamente lo que le dije a Marcial. Entonces toda la fiesta que había pintada en su cara se desplomó como un castillo de naipes, sus ojos se encharcaron de lágrimas, empalideció y su quijada
Nos casamos en donde nos vimos y nos conocimos por primera vez, la cancha cuatro del club de tenis de Marcial. Jennifer y Judy se encargaron de decorarla el espacio con muchas flores, rosas, globos, pusieron las sellas, el altar y el tabladillo para el coro. Contrataron músicos para la marcha nupcial y reservaron el gimnasio principal para la recepción. Vinieron muchos invitados y por supuesto cientos de periodistas. Elegí como mis damas de honor a Gina, Maggi, Ashley y Heather, a las cuatro. Un día antes de la boda fui a la cafetería del club. Milton estaba afanoso sirviendo jugos y tostadas a unos tenistas que habían terminado de jugar un ardoroso partido de dobles y no se cansaban de haber bromas. -Hola Kathy, ¿qué te sirvo?-, se entusiasmó él al verme. Como era su manía, limpió sus manos en un mantelito. Lo hacía más por costumbre que por secarlas. Le era como un tic. -Ya desayuné, Milton, solo quería pedirte un gran favor-, le dije, haciendo brillar mis ojos. Milton se ex
Último capítulo