Jugando con el amor
Jugando con el amor
Por: Edgar Romero
Capítulo 1

 Un certero balazo en el pecho acabó con todos mis sueños. La bala se alojó muy cerca del corazón y se quedó allí para siempre porque era muy riesgoso poder retirarlo, dijeron los médicos. No afectaba los pulmones, felizmente. Sin embargo, eso acabó con mi carrera. Yo era policía. Había alcanzando el rango de teniente y era muy estimada y respetada  por mis compañeros y comandantes, había ganado, además, numerosas distinciones y aspiraba a llegar al más alto rango que mujer alguna haya alcanzado, pero el destino, muchas veces, es cruel. Me encontraba en mi mejor momento cuando un delincuente me disparó a quemarropa, al pecho. No fue en una intervención policial, es lo más irónico de todo. Yo estaba en una tienda de modas comprando pantimedias, cuando el ladrón asaltó a la cajera y cargó con todo el dinero y emprendió la huida. Entonces tuve una reacción más por instinto que por sentido común, me le atravesé para que cayera o diera tiempo a que llegara la seguridad del centro comercial. Fue el peor error de mi vida. El hampón me dio un empellón, se enfureció y me disparó al pecho.

 Recuerdo que sentí tan solo un pellizco que no me tumbó, pese al furioso impacto y que aquel hombre me disparara tan de cerca. El ladrón pudo escapar de todas maneras, aprovechando el caos y el pánico que provocó el balazo retumbando en el centro comercial como un trueno que remeció vitrinas y ventanales. Me quedé parada, empinada sobre mis pies, llamando a gritos a la seguridad para que detuviera al escurridizo hombre, cuando la cajera, asustada y empalidecida, me dijo que estaba sangrando.

 -Está herida, señorita-, se aterró ella.

 Yo la miré entre incierta y desconcertada, rascándome los pelos. Respiraba bien, recuerdo, me picaba el pecho eso sí, y sentía un hilo caliente, resbalando hacia mi ombligo. Puse, incluso los cuatro paquetes de pantimedias en la mesa, esperando que ella me los cobre, cuando, entonces, de repente, perdí todo sentido, me caí de bruces al suelo, con la mirada desorbitada, golpeando mi cabeza con el piso. Todo se volvió oscuro, la vocinglería se fue disipando, haciéndose cada vez más lejana y luego el lugar quedó en silencio, aunque yo no había cerrado los ojos. Mis párpados se negaban a morir.

 Estuve en coma inducido dos meses, atada a una cama, con muchos respiradores encima. De ese tiempo que estuve en el hospital, no recuerdo absolutamente nada.  Ni sueños ni pesadillas ni imágenes ni frases, nada, absolutamente nada. Solo me acuerdo cuando me desperté. Ese instante sí lo tengo bien dibujado en mi mente, como una impronta, un sello imborrable. Abrí los ojos y vi las luces amarillentas de los focos, colgando sobre mis ojos como acuarelas amarillentas muy intensas. Las ventanas estaban abiertas y afuera el cielo estaba encapotado y muy gris porque seguramente había llovido mucho. Y tuve tos, mucha tos, pero los tubos que tenía en la boca, no me dejaban toser, me atragantaban y sentía la garganta seca y anudada.

 Quise hablar, además, pero mi voz se amordazó con los tubos y la horrible sequedad que me asfixiaba y me angustiaba. Pensé, de inmediato, en mis manos, mis pies, y pude moverlos. Sentí algo de alivio, flexioné, incluso las rodillas y me sentí mejor. Tenía hambre pese a que estaba demasiado mareada. Mi cabeza parecía dar vueltas como un trompo pero no quería volver a cerrar los ojos. Empiné mis párpados para no dormirme, cuando entró una enfermera.

  -Despertó, qué bueno-, exclamó sin emocionarse, revisando unas hojas que tenía en un tablero de plástico. Miró su reloj, apuntó, imagino, la hora en que desperté y se marchó sin hacerle caso a mis murmullos amordazados, mi desesperación por querer hablarle y mis manos tratando de alzarse impetuosas, queriendo abrazar al silencio.

  Entró un doctor. Me miró largo rato, con las manos metidas en los bolsillos de su mandil, con la boca estrujada, la frente arrugada y sus lentes gruesos corridos hasta la punta de su nariz inflada como un globo. Tenía muchas canas mal pintadas y su cabeza estaba hundida entre sus hombros. No tenía cuello. Eso parecía.

 -¿Qué me pasó, doctor?- al fin pude hablar, arrimando los tubos con mi lengua.

  -Nada, nena, estás bien, es lo que importa-, dijo él. Encendió una linterna delante de mis ojos que me hizo parpadear y maldecir, pero él solo estalló en risotadas y meneándose como un barco a la deriva, fue diciendo -Katty no cambia-

 Claro. Yo me llamo Katherine Tecelao y  me dicen Katty, tengo 36 años, soltera, sin hijos. Soy teniente en la unidad de acciones tácticas de la policía, especialista en desactivación de bombas y armas pesadas, y debía reintegrarme al trabajo de inmediato, cuando sentí el pellizco otra vez ardiendo en mi pecho, justo en el canalillo de mis pechos.

 Nadie me dijo nada durante tres días. Eso lo recuerdo perfectamente, también. Las enfermeras llegaban, me ayudaban a cambiarme,  renovaban las sábanas, me daban suero, chequeaban los tubos, me peinaban y se iban, pese a mis reclamos, mis preguntas, mi mortificación y mis blasfemias.

 Recién al cuarto día entró el comandante Pereyra, mi jefe. Lo hizo como siempre, raudo, igual a un tren descarrilado, tumbando la puerta, tamborileando sus grandes botas , sin mirarme, con su sombrero en las manos, aupando su enorme panza, la sonrisa irreverente en los labios y soplando prisa en su aliento.

 -Eres muy valiente, Katty, la policía ha decidido promocionarte a capitán y entregarte una medalla-, fue lo que me dijo, en forma parca, concisa, alzando la voz, como si estuviera en una formación.

 -Quiero volver a mi unidad, comandante-, le dije, tratando de incorporarme.

 -Pronto, hijita, pronto volverás con tu gente-, me respondió, se dio vuelta en forma mecánica y me dejó otra vez, sumida en el desconcierto.

  Un par de días después, me quitaron los tubos y pude valerme por mí misma. Di varios pasos por el cuarto. Recién, casi una semana después, me di cuenta que había otra mujer acostada en una cama que no dejaba de mirarme con suma atención.

 -Para tener una bala metida en el pecho estás muy bien-, dijo ella riéndose con la mirada.

  Me pareció un chiste de mal gusto. Me molesté, incluso.

 -¿A qué te refieres?-, dije, volviendo a la cama porque me sentía débil y tambaleante.

 -Que te dejaron la bala metida en el pecho porque está muy cerca al corazón, eso fue lo que escuché-, siguió riendo la mujer a través de los ojos.

 Recordé, entonces, el incidente en el centro comercial, el balazo que me dio aquel delincuente, y las dichosas pantimedias.

 Recibí el alta  dos meses después. El doctor que me atendía me dio un millón de recomendaciones, otro tanto de medicinas, me sometió a muchas más pruebas, análisis, radiografías y finalmente, firmó la orden para irme a mi casa. Pero yo fui  de frente a mi comandancia.

 Mis amigos y subalternos me colmaron de besos, abrazos, me dieron hurras, me trataron como a una princesa y se mostraron efusivos y emocionados a la vez. Me reglaron peluches, flores, muchos chocolates y el atrevido del sargento Márquez me regaló un baby doll negro, transparente. -Para cuando al fin seas mía, capitana-, me dijo haciendo estallar en risotadas al resto de hombres.

 Recordé que Pereyra me anunció, en el hospital que había sido ascendida a capitana. Eso me alborozó mucho. Me sentí fuerte y deseosa de reincorporarme al servicio de inmediato.  No quería seguir inútil y enferma como esos larguísimos e interminables días.

 -Prepárense todos para pasar revista-, ordené, entonces, guardando los regalos en mi casillero, sin embargo  el silencio se hizo largo y pesado igual a una densa neblina. Mis subalternos quedaron turbados, boquiabiertos, pintados de rojo y con los ojos desorbitados.

 En ese mismo instante, jamás lo voy a olvidar, supe que todo se había acabado, que mi carrera como policía se había terminado para siempre. Lo leí en las miradas estupefactas de mis amigos y colegas, lo escuché en el silencio y me sentí morir. Tosí muchas veces, muy fuerte, y sentí tambalear las piernas.

  Pereyra me esperaba en su escritorio con mi baja. Esta vez no había aupado su inmensa panza y su mirada otrora férrea e intimidante, parecía el remanso de un oasis seco y moribundo.

 -Lo siento Katty-, fue lo único que me dijo. Me dio el documento firmado por el alto mando, decretando mi baja por lesión seria, impedimento físico para el servicio e  incapacidad irreversible para cumplir mis labores y que se me entregaba una pensión vitalicia, el acenso honorífico a capitana y se me otorgaba los mismos beneficios que todos los efectivos en actividad, también de por vida.

   Agaché la cabeza y sin poder contenerme rompí a llorar a gritos.

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