Capítulo 2

 -¿Tiene ascendencia turca?-, me preguntó el doctor, después de auscultarme detenidamente. Al galeno le llamaba la atención mi apellido. -Es portugués-, sonreí abrochándome la blusa. Cuando lo hacía, vi las horribles suturas de mi pecho, atravesando el canalillo, símbolo de la tragedia que me envolvía y sumía mi vida en llanto y desconsuelo.

 -Estás bien, la bala no afecta órganos vitales, puedes desarrollar una vida normal, tendrás mucha tos, sí, pero esos accesos serán normales-, me fue diciendo el galeno  sin mirarme, escribiendo muchas cosas en un cuaderno grande empastado.

  -¿Puedo volver al servicio activo?-, pregunté. Es lo que me interesaba, en realidad.

  -No, Katty, ya has sido declarada incapacitada, pero puedes hacer otras cosas-, siguió él sin mirarme.

 Eso me fastidiaba más, que la gente intentase hacerme convencer que el haber sido dada de baja no era el fin del mundo y que todo podía ser normal o igual que antes. Nadie podía imaginar que ese balazo había hecho añicos mis sueños y mi vida entera. No quería besos o caricias, tampoco comprensión. Lo que yo quería es que me dejaran volver a lo mío y que si me iba a morir, que lo hiciera en el cumpliendo del deber.

 -¿Qué sugiere que haga entonces?-, pregunté poniéndome mi abrigo, arreglando mis pelos y juntando los dientes.

  -Puedes trabajar en una tienda, en una oficina, hacer asesorías, estudiar una carrera, hay miles de empleos afuera-, me miró al fin, el doctor, meciéndose en su silla. Crucé las piernas disgustada.

 -Tengo las manos deformes de nacimiento, mis dedos están soldados, no puedo hacer trabajos de oficina. Me llenaré de telarañas en una oficina-, le reclamé.

 -Practica footing, aprende algún arte, quizás eres una gran artista, juega tenis-, me enumeró como soluciones.

 Arrugué mi naricita, me puse de pie y sin despedirme del médico,  me fui de su consultorio molesta y furiosa. Él se quedó con la mano estirada, boquiabierto y desconcertado.  En el pasadizo del hospital que me llevaba a la salida,  me dio, de repente, un acceso fuerte de tos, imagino porque estaba muy fastidiada e irritada.  Puse el antebrazo delante de mi boca,  pero vi que muchas personas se arrimaban pensando, seguramente, que estaba gravemente enferma. Eso me dio aún más coraje.

 -Voy a contagiarlos a todos de peste negra-, dije refunfuñando y dando empellones me fui a mi casa.

 Apenas llegué hice volar por los aires mis zapatillas, me saqué mi jean y el abrigo y solo me quedé con la blusa y en calzón. No tenía ganas de nada, siquiera de comer o beber agua. Jalé mis pelos con furia , queriendo arrancharlos de mi cabeza y prendí a todo volumen el televisor. Me tiré a una silla y empecé a pintarme las uñas de los pies. En el servicio no podía hacerlo porque iba contra el reglamento, ahora manchaba mis uñas de un oscuro intenso y eso me daba risa. -Oscura como mi suerte-, reía hecha una loca.

 Se me dio por pintarme todo de oscuro. Los labios, las sombras de los ojos, mis mejillas, mis pestañas, las uñas de mis manos, pero justo tocó el timbre. No quería abrir.

 -Katty-, me llamaba Renato, mi ex novio. Terminamos porque, simplemente, él se enamoró de otra chica. Fue deshonesto conmigo.

 Le abrí de mala gana la puerta. Él se deleitó viéndome descalza y en calzón, meneando las caderas, dirigiéndome a la sala a  apagar el televisor. Ya me había visto desnuda un millón de veces cuando éramos pareja.

  -Quería saber cómo estabas, tu móvil está apagado-, me dijo mirando y admirando mis piernas cuando subí mis dos pies a la silla, como si hiciera yoga. 

  -No quiero hablar con nadie-, renegué.

 -La vida no se ha acabado, Katty, debes ver nuevas oportunidades, buscar opciones-, me dijo Renato, en forma lastimera. Eso me enfurecía más. Que la gente me tuviera lástima. Y viniendo de mi ex novio, me provocaba más repulsión.

 -No quiero sermones-, le dije molesta y dando trancos subí a mi cuarto, ¡pum! tiré la puerta, y hundida entre las almohadas me puse a llorar a gritos.

 Renato arregló las sillas, ordenó mis cosméticos y se fue, después de cerrar bien la puerta.  Al menos sabía que no me había suicidado.

*****

  Resignada, me matriculé en una escuela de bellas artes, para hacer dibujos y pinturas pese a que mis manos las tenía deformes, como les digo. Tengo los huesos juntos, haciendo una masa informe y no puedo sujetar bien los pinceles porque las falanges de los dedos parecen soldados igual a tenazas. Nací con esas deformaciones en mis manos, las dos, y aunque no se notaban, eran toscas, hinchadas y muy fuertes. Los huesos eran igual a grandes clavos poderosos, erguidos pero que me impedían hacer manualidades como coser o pintar. Incluso ambas muñecas de mis brazos y  los codos, parecían estar soldados.

  -La idea de hacer arte es volcar el corazón al pincel-, decía el profesor, un hombre muy gordo, calvo y que hacía maravillosos dibujos mientras hablaba. Me encantaba verlo pincelar hermosos y románticos paisajes, rostros femeninos subyugantes, hombres enormes, de magníficos bíceps,  mariposas encantadas, campos enormes, cascadas tan precisas que me parecía escuchar el sonido dulce del agua, acariciando las piedras. También leones furiosos, tigres hambrientos y gorilas malhumorados. Era fantástico.

 -Debes dejar correr el pincel, que te guíen tus sentimientos, abre las puertas a tus emociones-, me decía mientras yo trataba de dibujar un Sol. Mascaba mi lengua, encorvada delante de la cartulina, rasguñando el cartón sin delicadeza, garabateando una horrible luz solar y feísimas nubes porque mis manos eran sencillamente ladrillos con dedos.

  No era lo mío. El profesor se molestó cuando pinté el Sol de un intenso marrón y las golondrinas de verde. -Pero señorita Tecelao, ¿acaso ha visto un Sol marrón y golondrinas verdes alguna vez?-, me preguntó. Los otros compañeros rompieron en risotadas tan estruendosas que me sentí humillada.

   Con el rostro fruncido, mordiendo mi lengua, recogí mis pinceles, las acuarelas, las cajitas de colores, los lápices, el borrador, los puse en mi mochila, doblé la cartulina y me fui sin despedirme del profesor ni de nadie, sintiéndome frustrada e iracunda a la vez.

   Tampoco aprendí a tocar guitarra, ni flauta dulce y menos órgano electrónico por culpa de mis dedos deformes y las manos que parecían hechas de concreto. Gasté mucho dinero en las cinco o seis clases que asistí. 

 -No tienes sentido musical-, me reclamó la profesora de piano, viéndome machacar las teclas como si estuviera matando cucarachas a zapatazos. No le atiné, siquiera, a la nota fa que, decía la maestra, era la más fácil.

 Las cuerdas de la guitarra cortaban mis dedos y la flauta dulce la sentí demasiado amarga, ironías al margen.

 Por último quise hacer poemas que me parecían más fáciles que hacer cuentos o novelas. En imágenes del buscador del móvil, seleccionaba hombres hermosos y les cantaba mis versos. Escribía sobre los ojos, las manos, la nariz, los labios de esos galanes bellos, también de sus músculos bien tallados y marcados, e imaginaba los besos de ellos, sus caricias y hasta me veía en situaciones eróticas.  Me alucinaba siendo suya de esos hombres divinos y mágicos, llenándome de besos, tatuando mi piel con sus labios, desatando mis cascadas e invadiendo mis abismos. Suspiraba pensando en un encuentro amoroso con ellos, subyugada a sus brazos enormes, sus piernas duras y macizas y los pechos alfombrados de vellos.

 Mis versos me parecían interesantes y quise saber la opinión de otros poetas y escritores, para saber si es que tenía algún futuro como poetisa. Entré a varios chats y mandé mis poemas a diferentes webs, sin embargo, para mi decepción y desconsuelo, siempre recibía la misma cruel y lapidaria respuesta: -mejor búscate un hombre-

 Indignada lanzaba mi laptop por los aires y pateaba las sillas y mesas, maldiciendo mi suerte.

 En uno de sus esos arrebatos, el ordenador abrió una página que mostraba a un tipo grande, muy bello, sudoroso, con el torso desnudo, sus bíceps delirantes, sus manos grandes, la mirada de águila queriendo devorarme, sus músculos bien pincelados y las piernas tan largas que parecían postes de alumbrado. Imantada, juntando los dientes, jalando mis pelos, mis pechos hechos unas colinas macizas, encendida en llamas, leí el pie de página: la academia del campeón nacional de tenis, decía en tan solo un renglón. Quedé boquiabierta. Mis poemitas, al final, me habían servido de algo.

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