«Tu simple presencia no es suficiente contra este dolor»
La frase martillaba el cráneo de Gianni con cada zumbido del reactor del jet privado. Un estribillo cruel, cincelado en el hueso por la voz rota de Ivanka. Resonaba más fuerte que el rugido de los motores, más profundo que el vacío que se expandía en su pecho, un hueco oscuro y voraz que parecía anhelar tragárselo entero.
Giró el anillo de plata en su dedo índice, el lobo aullando contra la luz tenue de la cabina. El metal frío, familiar, era un punto de anclaje en un mar de confusión que lo ahogaba. Pero ni el símbolo de su poder, ni el control que representaba, podían llenar ese abismo recién abierto.
«¿Por qué?»
La pregunta, simple y devastadora, se enredaba con el recuerdo de las lágrimas de Ivanka. Espejismos de dolor en sus ojos azules, tan fríos y tan vulnerables. La impotencia que lo había paralizado al ver la bolsita de terciopelo negro, al comprender que se refugiaba en aquel veneno morado para ahogar un océano de pen