El frío del acero era el único compañero fiel de Ivanka.
Encadenada a la estructura cruciforme en el santuario del dolor de los Voloshyn, los brazos extendidos hasta el límite del desgarro, la conciencia flotaba en un mar gris entre el agotamiento y la pesadilla.
Cada músculo era un nudo ardiente, cada respiración un esfuerzo. Las lágrimas se habían secado, dejando surcos salados en sus mejillas, pero el dolor interno, la certeza de la traición y la pérdida de Aston, era un pozo sin fondo.
La pesada puerta de acero se abrió con un chirrido siniestro, rompiendo el silencio opresivo. Gregory entró tambaleándose, su impecable traje de lino claro ahora arrugado y manchado, el olor a alcohol y drogas precediéndolo como una nube tóxica. Sus ojos azules, inyectados en sangre, brillaban con una excitación febril y desenfocada. Una sonrisa torcida, húmeda, le deformaba los labios.
— ¿Me extrañaste, pequeña puta? — su voz era un arrastrar de sílabas, cargada de una familiaridad repugnante. Avan