El Peso del Trono
La primera semana de Kaida como reina fue un torbellino de decisiones, de responsabilidades y de desafíos. La euforia inicial del pueblo se mezcló con la cruda realidad de la reconstrucción. Las calles, aunque limpias de escombros, seguían marcadas por la pobreza. Las heridas del reino, profundas y antiguas, no se curarían de la noche a la mañana.
En la sala del trono, antes un símbolo de opresión, ahora un lugar de esperanza, Kaida se enfrentaba a las innumerables tareas de gobernar. El códice de las visiones, ahora su guía, descansaba en un pedestal a su lado. Conan, Orlo y Gonzalo, sus consejeros y aliados, se mantenían a su lado, sus rostros tensos pero llenos de determinación.
—Mi Reina, la hambruna acecha —dijo Conan, su voz grave—. Los almacenes reales han sido vaciados por la represión de Isabel. El pueblo no tiene comida. Y el invierno se acerca.
—Los gremios están en caos —dijo Orlo, su voz era un murmullo—. Los comerciantes se niegan a cooperar. Temen la ir