La taza de café tibio entre las manos de Emma no era suficiente para distraerla de la forma en que Damián la miraba desde el otro extremo del sofá. Estaba cómodo, con un brazo sobre el respaldo, las piernas cruzadas y el torso aún desnudo, como si el mundo fuera su sala de estar… y tal vez lo era.
Emma, por otro lado, llevaba puesta su ropa interior debajo de la camisa que le robó, y aunque la prenda le cubría apenas lo necesario, no parecía importarle a él. De hecho, cada vez que se movía o cruzaba las piernas, notaba esa chispa en sus ojos dorados, como si estuviera debatiéndose entre dejarla hablar o devorarla otra vez.
—¿Todos los… demonios son como tú? —preguntó al fin, fingiendo una naturalidad que no sentía del todo.
Damián ladeó la cabeza, divertido.
—¿A qué te refieres exactamente? &m