La tenue luz del atardecer se colaba por las rendijas del antiguo santuario, tiñendo el ambiente de un dorado cálido, casi celestial. El aire olía a madera vieja, a tierra húmeda… y a algo nuevo. Algo que solo existía entre ellos.
Emma se apoyó sobre un colchón improvisado con mantas y cobijas que habían preparado junto a la chimenea apagada. Damián se sentó a su lado en silencio, observándola como si fuera la primera vez. Como si verla allí, después de tanto dolor, de tanta sangre y miedo, fuera un regalo que no sabía cómo sostener.
Ella estiró la mano, y él la tomó sin dudar.
—Te he deseado tantas veces —confesó Emma, con voz baja, casi avergonzada—. Pero nunca como ahora.
Damián la miró, serio, pero con una ternura que pocas veces dejaba ver. La acarició con el dorso de los de