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Solo por llevarme la contraria, aquella noche acabó siendo buena. Sin fiebre. Sin cefalea. No fui la única en agradecer aquel hecho.

Jan me despertó por la mañana de muy buen humor.

―¿Cómo te encuentras?

―Bien. Sorprendentemente. ―Sonreí.

―Voy a preparar algo para desayunar mientras te duchas. ―No me pasó desapercibido su cabello húmedo y supe que él se había levantado hacía un rato.

Desayunamos en la cocina, sentados en unos taburetes altos. Ahí fue consciente de que los lobos comían de forma desproporcionada. Huevos, patatas y una jarra más que no una taza de café con leche.

Estar con él era fácil.

Se me hacía extraño, pero éramos capaces de sentir y anticiparnos el uno al otro, como si fuéramos dos engranajes de un reloj.

Salimos de la reserva con el amanecer. Llegamos con

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