El portazo de Robert resonó en el silencio del apartamento como un golpe brutal. Jade se quedó inmóvil, con el cuerpo aún desnudo, sintiendo cómo el frío de la soledad se apoderaba de su piel. La rabia en los ojos de Robert, su acusación, la habían dejado vacía, expuesta. Se había ido. Él, su supuesto salvador, el que había prometido libertad y olvido, la había abandonado, dejándola con un ardor insoportable que no tenía dónde ir.
La excitación de la noche, de la confrontación en el club, no se había desvanecido. Al contrario, se había intensificado, dejando a Jade en un estado de urgente necesidad física y mental.
Estaba ansiosa, sus nervios a flor de piel, cada fibra de su ser vibrando. Su cuerpo zumbaba, un eco de la música del Santuario, de las miradas, de la tensión palpable. Una urgencia que le quemaba por dentro, una necesidad que no se iba.
Se dejó caer en la cama con un suspiro pesado, la seda fría de las sábanas rozando su piel. La noche había sido un torbellino de sensacion