El grito de Jade aún resonaba en sus propios oídos mientras corría sin rumbo por las calles mojadas de California. La imagen de Nick, su rostro desolado, la sangre en su pecho, se repetía sin cesar en su mente. Cada paso era una puñalada de culpa y horror. Había disparado. Había matado a Nick. El amor de su vida. Por su libertad, por la seguridad de su familia. Pero, ¿qué libertad era esa, si estaba manchada con la sangre de su alma?
No tenía dónde ir. La mansión era una prisión y el mundo exterior, un abismo de dolor. Se detuvo bajo la marquesina de una vieja tienda cerrada, tiritando de frío y de terror. Su mente, fragmentada, buscó desesperadamente una tabla de salvación. El número de Robert Blackwood era lo único que venía a su mente, un último recurso, una promesa vacía de consuelo.
Con manos temblorosas llegó a una cabina de teléfono y marcó el número. Robert contestó casi de inmediato.
—¡Soy yo! —dijo ella quebrándose—. Ha pasado algo…
Robert miró el número y frunció el ceño.
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