Los días se fundían en semanas, y las semanas en una tortura monótona e implacable dentro de la mansión de Hywell.
La vida de Jade se había reducido a una rutina de encierro absoluto. Su habitación era una caja de cristal donde cada movimiento era registrado por cámaras ocultas. Las puertas estaban cerradas con llave electrónica desde el exterior. Solo se le permitía el acceso a un pequeño patio interior, y siempre bajo la atenta vigilancia de los guardias que Hywell había contratado para su "seguridad". El alimento llegaba a su puerta, a menudo frío y sin sabor, entregado por manos anónimas que evitaban su mirada.
La pulsera rastreadora se había convertido en una extensión de su propia piel, como un recordatorio constante de su cautiverio.
Hywell, en su afán por romperla, intensificó las represalias.
No solo había congelado los negocios de su padre, sino que también le enviaba informes diarios de cómo las deudas de su familia crecían, cómo sus tierras estaban siendo embargadas.
Cada