El silencio mortal que siguió al arma desenfundada de Hywell era tan denso que se podía cortar con un cuchillo. Todos los ojos estaban clavados en el brillo letal del metal en la mano de Hywell, y luego en el cañón, que apuntaba directamente al rostro de Robert, que parecía que lo descargaría en cualquier instante.
—¡Tú! ¡Vas a morir aquí mismo, pedazo de escoria! ¡Y ella... ella lo verá todo! —gritó sin temblor en las manos.
La voz de Hywell era una mezcla de furia desquiciada, una satisfacción cruel y un eco de sus gritos previos, pero antes de que pudiera hacer más, su mirada se posó en Jade, que aún estaba arrodillada, temblorosa, la mejilla enrojecida y las lágrimas en los ojos. La rabia en sus ojos se intensificó, si eso era posible.
—¡Y tú, mujerzuela asquerosa! —gritó Hywell, su voz elevándose de nuevo, volviendo el arma momentáneamente hacia Jade, aunque sin apuntarle directamente. Su puño libre se alzó en un gesto acusador, temblando de rabia y desprecio—. ¡¿Crees que no sé