El eco de la bofetada resonó en el gran salón como un disparo, congelando el tiempo y silenciando la música. La cabeza de Jade fue bruscamente hacia un lado, el ardor lacerante en su mejilla la trajo de vuelta a la brutal realidad. El sabor metálico de la sangre llenó su boca, un contraste amargo con el dulce regusto de los besos robados. Las lágrimas, antes reprimidas por la inhibición, ahora brotaban libremente, no solo por el dolor físico, sino por la humillación pública y la liberación de una verdad devastadora.
Hywell, con la mano aún suspendida en el aire y el rostro contorsionado por una furia que rozaba la locura, escupió sus palabras, cada una un golpe venenoso.
—¡Zorra! ¡Mujerzuela inmunda! —gritó—. ¡No vales nada, Jade! ¡Eres una basura, una deshonra! ¡En mi casa! ¡Con mi socio!
Su voz se elevaba en un crescendo histérico, las venas palpitando en su cuello. Los invitados, hasta ese momento petrificados en un silencio de asombro, comenzaron a murmurar; el murmullo creciendo