La crueldad de Hywell no se manifestó con golpes, sino con una ingeniería de la desesperación. Condenó a Jade y a Nick a una tortura de proximidad sin contacto, una prisión de visiones fugaces y anhelos silenciosos. La mansión, antes una jaula de oro, se convirtió en un laberinto de soledad y vigilancia constante.
La vida de Jade bajo las nuevas reglas era una rutina asfixiante. Cada hora estaba programada. Las mañanas comenzaban con las doncellas que la vestían, no para el lujo, sino para la vigilancia. Siempre había alguien cerca, una sombra, un ojo. Sus lecciones de arte fueron reemplazadas por "estudios de gestión", donde Hywell le dejaba informes financieros y la obligaba a analizarlos, una burla sutil de su inteligencia. Las comidas eran silenciosas, su plato a veces a un lado de Hywell, pero su presencia, a años luz de distancia. No se le permitía salir al jardín sola, y las llamadas telefónicas al exterior estaban completamente prohibidas. Su teléfono desechable, su última con