La construcción de la nueva ciudad, que Nayra había bautizado en su mente como “Nueva Aztlán”, comenzó en el fértil valle de los vencidos. Era una empresa monumental. Hombres de tres tribus, antiguos enemigos, trabajaban codo con codo, talando árboles y sentando las bases de piedra de lo que sería una fortaleza. Pero el fantasma del hambre era un supervisor cruel que se cernía sobre todos ellos. Las reservas de alimentos eran críticamente bajas.
Nayra sabía que la moral, forjada en la victoria, se oxidaría rápidamente con el estómago vacío. No podía simplemente materializar comida; eso los convertiría en mendigos dependientes, no en ciudadanos de un imperio. Debía empoderarlos, hacer que la prosperidad fuera fruto de su trabajo guiado por la divinidad de ella. Era el momento de un milagro calculado.
Convocó a los líderes de cada facción en el centro del nuevo asentamiento: Itzli, Ix-Kuk, Balam y el excapitán Serpiente, Kael. Frente a ellos, había colocado un cofre de madera oscura, un