La gota de sangre sobre la piel de Nayra era una verdad innegable, un faro carmesí que destrozaba la fantasía de los cazadores. El grito ahogado de la multitud fue un veredicto: Fraude. Niña. Mortal.
El pánico de María Valdés, un eco de su vida pasada, gritó en el fondo de su mente, instándola a llorar, a suplicar, a derrumbarse. Pero la mente de Nayra, forjada en la fría lucidez del suicidio y renacida con un propósito, silenció ese grito. La desesperación era un lujo que ya no podía permitirse. Esto no era un final; era una apertura.
Ignorando el dolor punzante en su mano, levantó la mirada y la clavó directamente en los ojos oscuros y sabios de Cimatl. No había miedo en su rostro, solo una calma helada que desconcertó a la anciana. La multitud esperaba una reacción, y Nayra se la dio, pero no la que anticipaban.
Con un movimiento lento y deliberado, se llevó la mano herida a la boca y lamió la gota de sangre. El sabor metálico inundó su paladar, un recordatorio visceral de su nueva realidad.
"La carne no me hace débil", dijo Nayra, su voz resonando con una autoridad que desmentía su tamaño. Señaló con su mano ilesa hacia el cielo, donde el sol ardía en su cenit. "Ustedes adoran al Ojo Dorado que les da la vida. Le ofrecen sus rezos, esperando que su luz los bañe. Pero su poder es distante, ¿no es así? Es un calor que sienten, no una voz que escuchan".
Hizo una pausa, girándose para que todos vieran cómo sus ojos replicaban el orbe celestial. "Yo no soy un espíritu efímero que susurra en el viento. Soy su hija. La sangre del Sol corre por mis venas, mezclada con la de la tierra para que puedan entenderme".
Un jadeo colectivo, mucho más profundo y aterrado que el anterior, recorrió la aldea. Era una blasfemia y una revelación, todo en uno. Había pasado de ser un posible espíritu a proclamarse la progenie de su dios.
Cimatl la observaba, su rostro una máscara de asombro e incredulidad. "¿La hija del Sol?", replicó la chamán, su voz cortante. "El Sol no tiene hijos de carne y hueso. Su estirpe es de fuego y luz, no de sangre y polvo".
"Se equivoca", respondió Nayra al instante. "Ve su mundo desde lejos, pero no puede tocarlo. Me ha enviado para que sea sus manos en la tierra. Para sentir el barro bajo mis pies, para oler el humo de sus hogueras... y para sangrar la misma sangre que ustedes. ¿Cómo puede un dios entender el sacrificio si no entiende la vida que se sacrifica?".
El silencio que siguió fue absoluto. Nayra había presentado un argumento teológico complejo y profundamente personal. No solo se había apropiado de su deidad, sino que se había posicionado como el puente necesario entre lo mortal y lo divino.
Cimatl estudió a la niña por un largo momento. Vio la inteligencia calculadora brillando en esos ojos dorados, una mente demasiado vieja para un cuerpo tan joven. Finalmente, bajó la daga.
"No eres un espíritu", declaró la chamán a su pueblo. "Y si eres la hija del Sol, como dices, tus actos lo demostrarán. No tus palabras". Se volvió hacia Nayra. "Te quedarás. Te daremos comida y refugio. Y te observaremos. Cada uno de tus actos será un mensaje, y yo lo interpretaré".
Era una tregua, no una victoria. Una jaula dorada. Pero era suficiente.
Esa noche, sentada sola en la pequeña choza que le habían asignado, Nayra examinó su mano. La herida era superficial. En la oscuridad, pensó en la caja de primeros auxilios que solía tener en el baño de su apartamento. Se concentró, y en su mano apareció una pequeña venda adhesiva, limpia y estéril. Un objeto tan mundano y, sin embargo, tan milagroso en este mundo.
Mientras se cubría el corte con una pulcritud que contrastaba con el entorno rústico, no sintió el triunfo que esperaba. Sintió el peso de la partida que acababa de comenzar. Se había ganado tiempo con una mentira grandiosa. Ahora, cada día sería una prueba. Tenía que demostrar su valía, ganar su lealtad y entender el verdadero poder que se escondía en sus ojos, los mismos que sentían una extraña e inexplicable atracción hacia las imponentes montañas que se cernían en el horizonte.
Se lavó las manos en un cuenco de agua, un viejo hábito para sentir el control. El agua se ensució con la tierra y un rastro de sangre seca. Miró hacia la entrada de la choza, hacia la noche estrellada de un mundo que planeaba conquistar.
María Valdés buscó el control en la muerte. Nayra lo encontraría en la creación de un imperio.