Jadeó de placer de nuevo; su cuerpo volvió a enervarse ante el suave roce que ahora le propiciaba su hombre, todo lo contrario de lo anterior. Pareciera que ella era el tesoro más preciado de Gerónimo por la delicadeza y esmero con que la estaba tratando. Cerró sus ojos, pero lo escuchó decir:
—¡Mírame, cielo, quiero que me mires cuando te hago mía! —exigió de nuevo él.Ella lo hizo, sintiendo cómo sus piernas temblaban, amenazando con no poder sostenerla. Pero él la sostuvo, haciéndola sentir segura, que jamás la dejaría caer, y comenzó a sentir adoración por su esposo. Las cosas que le hacía sentir estaban más allá de lo que había imaginado. Pues, aparte del placer que le proporcionaba con su lengua, sus manos y todo él, existía esa total entrega ante el dominio que él ejercía sobr