El mármol del despacho de Arturo Salvatierra brillaba bajo las luces cálidas del techo, pero para Emma se sentía como hielo. Las paredes estaban forradas con estanterías de cuero y madera, llenas de carpetas cerradas y libros legales que solo servían de fachada. Allí, en ese lugar que olía a poder y a corrupción, comenzaba a tejer su propio juego. Un juego peligroso, uno donde un solo error la condenaría no solo a ella, sino también a todos los que amaba.
Desde que había aceptado fingir sumisión frente a Salvatierra, Emma se había convertido en un fantasma dentro de sus dominios. Caminaba con cuidado, hablaba con voz suave, aparentaba obediencia. Pero detrás de cada sonrisa fingida, cada gesto dócil, su mente trabajaba incansablemente. Observaba, escuchaba, memorizaba. Sabía que él la subestimaba. Para Salvatierra, ella no era más que una joven frágil que podía moldear a su antojo, una pieza de trueque para negociar poder con Alejandro y sus enemigos. Esa era su ventaja: cuanto menos