El aire dentro del hangar era espeso, cargado con el olor metálico del combustible y la tensión que se podía cortar con un cuchillo. Los pasos de los hombres de Arturo Salvatierra resonaban como un tambor fúnebre en las paredes de acero. Emma caminaba en el centro, los hombros rígidos, el rostro inexpresivo. A cada lado, dos guardias armados la escoltaban, como si fuera una prisionera que había decidido entregarse por voluntad propia.
El eco de cada paso se clavaba en los oídos de Alejandro como una sentencia. Estaba de pie, reducido por otros hombres que le impedían acercarse. La visión de Emma alejándose era como ver cómo se le arrancaba el corazón de golpe. Quiso gritar, correr hacia ella, detenerla, pero sabía que cualquier movimiento podía costarle la vida a Daniel, que observaba toda la escena con los ojos abiertos de par en par, incapaz de comprender cómo aquella mujer, la que se había convertido en su madre, estaba a punto de abandonarlo.
—Emma… —la voz de Alejandro se quebró,