Casie elevó su mirada por centésima o milésima vez. No lo tenía claro, pero sabía que eran demasiadas. Kaleb Monahan se paseaba por su local, observando cada detalle con atención, a la vez que se acercaba a sus clientes a conversar y escuchar sus opiniones sobre sus productos, servicio y atención.
Se sentía evaluada y sopesada y eso la ponía de los nervios, como si estuviera bajo una lupa o por rendir algún examen. Absurdo, pero así era. De más estaba decir que todas y cada una de las mujeres que habían venido por su local, algunas varias veces en estos cinco días en los que él había estado constantemente presente, en las mañanas o en algunas tardes, habían manifestado poca resistencia a su sonrisa o su mirada.
¿Quién podría evitar volverse gelatina o derretirse ante esa voz que preguntaba qué tipo de cupcakes prefería con la misma seducción con la que invitaría a la cama? O eso suponía Casie, que a esas alturas sentía que estas bien podían ser ideas de su cabeza febril que, por otro