Hasta que la sangre nos separe
Hasta que la sangre nos separe
Por: LilRichi
Prólogo

 Lo que la sangre revela 

Jacob Carrington, con la corbata floja, la mirada empañada por el licor y un dejo de derrota marcando su quijada, como si aún llevara en los ojos el eco del último portazo de Miranda y la imagen de su cepillo de dientes ausente del lavabo, ocupaba un rincón del elevador con Kyra, la pelirroja de curvas provocativas y labios color coral, a quien había conocido apenas una hora antes en el bar. Sus pechos rozaban el brazo de él cada vez que la cabina vibraba, y aun así Jacob no sentía el menor estremecimiento de conexión; era deseo prestado, un consuelo artificial tras semanas de gritos y puertas cerradas con Miranda.

Frente a ellos, Mason Fraser pulsaba el botón del piso 24, mientras Alexandria permanecía a su lado con una quietud inquietante. Su silueta parecía esculpida en la penumbra, y aunque apenas hablaba, había en ella un magnetismo ancestral: la piel de porcelana sin una sola imperfección, los ojos ocultos bajo un flequillo dorado que parecía flotar con vida propia. Era como si su mera presencia alterara el aire a su alrededor, haciéndolo más denso, más frío, como el preludio de algo inevitable.

Alexandria giraba el cuello, murmuraba frases inaudibles y, tras cada susurro, Mason inclinaba la cabeza como si esos besos con aquella mujer de belleza espectral fueran lo mejor que le había sucedido en su vida.

En la garita de seguridad, el vigilante Ramírez parpadeó ante la pantalla en blanco y negro. Sólo tres figuras aparecían en la cápsula metálica: Mason, Jacob y la joven pelirroja. Mason, sin embargo, estaba pegando la boca al aire, acariciando un cuerpo que el monitor no mostraba. Ramírez soltó una carcajada ronca. De seguro Fraser había ingerido algo más fuerte que tequila aquella noche.

―Chicos ricos y sus juegos ―se dijo, y volvió a clavar la vista en su crucigrama.

Cuando las puertas del elevador se abrieron con un gemido, un soplo de aire helado se coló en la alfombra del pasillo. Mason avanzó primero, sujetando la mano pálida de Alexandria. Un aroma embriagador a gardenias flotó en la penumbra del corredor; era tan gélido que quemaba, como si anunciara la presencia de algo no humano.

Kyra rió con coquetería, deslizó la yema de un dedo por la nuca de Jacob y murmuró algo que él apenas escuchó: una promesa de pecados suaves entre sábanas. Sin embargo, la mirada de Jacob vagó hacia las alfombras persas, hacia la puerta entreabierta del departamento. Algo lo inquietaba: un presentimiento sordo, como el eco de un disco metálico resonando bajo su esternón, una advertencia que no lograba descifrar.

En el interior del apartamento se sentía un aire denso y cargado de una calidez casi pegajosa que contrastaba de forma perturbadora con el frío cortante que había irrumpido desde el pasillo momentos antes. Un leve aroma a incienso apagado y cuero viejo flotaba en el ambiente, como si el lugar conservara memorias encerradas en sus paredes... Lámparas de pie proyectaban brillos ámbar que pintaban sombras largas en las paredes.

En la sala Mason encendió la laptop, buscó entre sus listas de reproducción y dejó que los primeros acordes de “Tennessee Whiskey” en la versión rasgada de Chris Stapleton llenaran la sala. La guitarra lenta y el órgano suave palpitaban en los altavoces, envolviendo el ambiente con una calidez casi etílica, como si cada nota destilara bourbon añejo. Él se dejó caer en el sofá, los ojos entornados, mientras la voz grave acariciaba el aire y los violines de fondo ascendían, tensos, hasta rozar el techo. Entonces apareció la figura que hacía que todo aquel blues cobrara sentido: Alexandria, emergiendo de la penumbra con el ritmo lánguido de la canción susurrándole al deseo.

Se despojó del abrigo de lana, y la prenda resbaló por sus hombros. Su vestido negro mínimo, abrazaba un cuerpo de líneas imposibles; la piel—blanquísima, casi luminosa—parecía cincelada en mármol nocturno. Cabello rubio ceniza cayendo como velo de tinta, ojos azul hielo que hipnotizaban, labios de un carmesí que prometía el fin del mundo. Mason tragó saliva; cada respiración suya se entrecortaba como si inhalara fragmentos de cristal.

Ella se sentó a horcajadas sobre él, deslizándole las manos por la clavícula. Por un instante, Mason sintió que su cuerpo entero era un altar y Alexandria, la diosa oscura que venía a reclamarlo. El deseo lo envolvía, sí, pero había algo más, una punzada que nacía en su pecho: una duda sorda, un atisbo de miedo que no lograba entender, pero tampoco apartar. El frío de sus dedos le arrancó un jadeo, y Mason rió—nervioso—creyendo que era simple lujuria. La música crecía;

La guitarra lenta se deslizaba por el aire como miel tibia, y la voz ronca de Stapleton convertía la sala en un viejo bar ahumado donde cada suspiro olía a roble y bourbon. Alexandria se inclinó, rozando con la lengua la arteria palpitante en el cuello de Mason. Él cerró los ojos, embriagado por el timbre grave que cantaba you’re as sweet as Tennessee whiskey. No vio cómo la pupila de ella se ensanchaba hasta devorar el iris ni el instante en que un fulgor plateado, apenas contenido, centelleó en la comisura de unos colmillos ávidos.

Al otro lado del pasillo, Kyra empujó a Jacob sobre la cama de invitados. Su aliento olía a ginebra y mentol. Las uñas recorrieron el torso masculino allí donde la camisa se abría. Jacob respondió al beso con la torpeza de quien pelea contra sí mismo. En su cráneo repicaba la voz de Miranda: ¿De veras vas a probar que soy la única infiel aquí?

Kyra deslizó una mano impaciente hacia el cinturón. Él la sujetó por las muñecas; los pechos de ella estaban más que comprimidos contra su pecho.

—Es… demasiado rápido —musitó él. La sensación era un pozo hueco, una grieta que se ensanchaba en vez de saciar. Algo en él suplicaba autenticidad, algo que Kyra no podía darle.

Necesitaba aire, necesitaba una cerveza, necesitaba salir de ese cuarto que olía a deseo prestado. Kyra frunció el ceño, pero él ya se escabullía hacia la puerta.

Un rasgueo áspero de guitarra slide se filtraba desde la sala, la voz ronca de Stapleton derramándose como licor viejo sobre cada pared. Jacob avanzó sin encender luces; la penumbra le ofrecía un anonimato frágil. Al fondo, la nevera lucía un brillo metálico, un faro tenue en mitad de la oscuridad. Iba a bordear la repisa cuando su codo golpeó un jarrón de cristal tallado, en el intento de atraparlo uno le mordió la palma izquierda, y de inmediato la sangre brotó en un hilo caliente.

—Demonios… —murmuró, apretando la herida.

Desde el sofá llegó un suspiro húmedo, seguido de un chasquido viscoso que heló el aire. La canción subía al estribillo —your love is more than just a dream— cuando Jacob alzó la vista y distinguió, en el penacho azabache de la penumbra, una silueta arrodillada sobre Mason. La falda negra subía como sombra líquida; el cuello del hombre pendía ladeado, abierto por una hendidura que chispeaba rojo oscuro al ritmo moroso de la guitarra.

La mujer alzó el rostro y el mundo se fracturó.

Labios manchados de carmín y sangre fresca; venas azuladas surcando las sienes; ojos donde el azul se oscurecía, devorado por un abismo negro. Entre los labios emergían colmillos largos como agujas de marfil. Jacob sintió cómo el frío comenzaba en sus dedos y trepaba hasta prenderse a su corazón.

—¿Alexandria? —exhaló, sin saber si ese era realmente el nombre de aquella cosa. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, haciéndole temblar las rodillas. El estómago se le revolvió como si hubiera ingerido hielo molido. Quiso dar un paso atrás, pero sus piernas no respondieron: una parálisis helada lo aferraba al suelo, como si la mirada de aquella criatura hubiera arrancado su voluntad desde las raíces.

Ella no contestó. Aspiró, y su pecho se arqueó con el aroma de la sangre que manaba de la mano herida de Jacob. El resonar de su pulso retumbaba en las paredes, un tambor ancestral que desataba algo primitivo en ella.

Y entonces, Alexandria sonrió.

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