El tictac del reloj marcaba las 7:30 p. m., y el interior de la tienda estaba envuelto en una quietud casi sagrada, como si un antiguo ritual estuviese a punto de romperse con solo una exhalación.
Era el tipo de silencio que precede a una tormenta, el que vibra en los huesos antes de que el trueno se manifieste, la tienda, con sus estanterías de madera noble y vitrinas llenas de antigüedades, parecía contener el aliento, como si supiera que algo —o alguien— estaba por irrumpir con violencia sutil, como si las paredes mismas contuvieran la respiración.
Valery recorría el mostrador con pasos lentos y calculados, apagando luces y asegurando cada rincón como si esa rutina pudiera protegerla del caos que intuía al acecho, una amenaza que se sentía demasiado cercana, casi rozando su nuca.
Sus dedos se movían de forma automática sobre la caja registradora, pero su mente viajaba lejos, atrapada en un torbellino de imágenes y temores, Jacob, su vulnerabilidad; Charlotte, su inocencia; León, su