Mientras tanto, en el Clan Lunar de Oro, el ambiente estaba impregnado de un aire extraño. La gran sala principal, decorada con tapices bordados en hilos de plata y oro, parecía más fría que nunca. Los símbolos del clan, antes sagrados y respetados, ahora eran solo adornos en un reinado impuesto por la ambición.
Alfonso, sentado con soberbia en el trono que alguna vez perteneció a Vicente, sujetaba con fuerza la cintura de su nueva Luna. Gabriela, envuelta en un vestido de seda carmesí que resaltaba su porte altivo, acariciaba con gracia el pecho desnudo de Alfonso, como si quisiera dejar claro a todos los presentes que él le pertenecía únicamente a ella. Sus risas, suaves pero venenosas, se mezclaban con la incomodidad de los ciudadanos reunidos en el lugar.
Los presentes eran miembros del clan, algunos de rango menor, otros simples habitantes que habían acudido a rendir pleitesía a su nuevo Alfa y a la mujer que, por imposición, habían tenido que aceptar como Luna. Aunque algunos cor