El dulce aroma que invadía la cocina era sencillamente embriagador.
Me encantaban esos momentos en los que podía aprovechar la soledad del espacio para sumergirme entre recetas, ingredientes y sabores.
Cocinar, en esos instantes de tranquilidad, se convertía en una experiencia casi terapéutica, un ritual que me gustaba realizar de vez en cuando para no perder la costumbre. Pero hoy, había algo diferente en el aire. No era solo el placer de preparar algo delicioso, sino la emoción latente por la cena que me aguardaba junto a mis amantes.
Nunca antes había sentido tanto disfrute al estar en una cocina como lo hacía ahora. La amplitud del lugar me permitía moverme con libertad, danzando entre las encimeras y los estantes rebosantes de alimentos, condimentos y especias de todo tipo. Era como si cada frasco y cada bolsa contuvieran pequeñas promesas de felicidad.
Solo con pisar ese suelo, mi estado