Por un instante, me pareció absurdo que estuviéramos sentados en una mesa tan amplia, rodeados de un sinfín de sillas vacías.
Éramos solo dos, y el silencio que flotaba entre nosotros hacía que el espacio se sintiera aún más inmenso, casi grotesco.
Cada rincón del salón parecía diseñado para recordarme lo insignificante que era en comparación con su mundo. Todo era un espectáculo: el lujo, la música suave que se filtraba desde algún rincón oculto, la perfecta disposición de cada copa.
Pensé, con cierto desprecio, que aquella extravagancia era el reflejo más puro de su carácter: soberbio, teatral, un hombre que necesitaba ser visto para sentirse vivo. Pero pronto comprendí que había juzgado demasiado pronto.
Las enormes puertas se abrieron con un chirrido solemne, y la atmósfera del salón cambió de inmediato.
Uno a uno, comenzaron a entrar varios individuos.
Sus pasos resonaban con una cadencia casi ritu