Era imposible saber cuánto tiempo había pasado.
Aquel lugar parecía existir fuera del tiempo mismo: siempre igual, siempre opresivo.
Las paredes de piedra exhalaban un frío húmedo que calaba hasta los huesos, y la penumbra perpetua solo se rompía por un resplandor rojizo que se filtraba desde una rendija en el techo, como si un fuego lejano ardiera eternamente sobre nuestras cabezas.
Abrí los ojos con esfuerzo. Los párpados me pesaban, y la oscuridad me envolvía como una manta espesa. Entonces escuché el débil tintineo de unas cadenas a mi lado: un sonido metálico, áspero, que desgarró el silencio sepulcral. Giré la cabeza.
Rose se movía.
—¡Rose! —mi voz salió apenas como un susurro, pero en aquella celda resonó como un grito ahogado.
Ella parpadeó varias veces, desorientada. Su mirada vagó por las sombras hasta encontrarme. La confusión se t