__¿Helado? Yo no veo helado.
Él solo sonrió, esa sonrisa suya que siempre lograba sacarme una propia, y ladeó la cabeza. ___Mira abajo__ A mis pies, una bolsa térmica discreta, estratégicamente colocada, revelaba un bote de mi helado favorito, ese de chocolate intenso con trozos de galleta, reservado solo para mí. __¿Cómo sabías que estaba aquí?__pregunté, la sorpresa mezclada con una familiar calidez que empezaba a derretir la capa de cansancio y cinismo que la campaña me había forzado a construir. __Oh, ya sabes__respondió con su habitual encanto misterioso, encogiéndose de hombros__Solo me lo dijeron. Tengo mis fuentes. Sonreí, una sonrisa genuina que rara vez se asomaba en las ruedas de prensa. Max era, por así decirlo, mi intento de novio, o más bien, la persona con la que intentaba tener una relación a pesar del torbellino constante de mi vida pública. No sabía cómo había aparecido justo en ese momento, desafiando toda lógica y agenda, y para ser sincera, en ese instante, no me importaba lo más mínimo. Su presencia era un ancla, un recordatorio bienvenido de que existía una vida fuera de la política, una vida donde podía ser simplemente Mary, sin títulos ni expectativas. Decidimos que la pizza y el helado eran solo el inicio de nuestra anhelada escapada. El plan, ideado por Max con su innata capacidad para la diversión, era sencillo: sumergirnos en la vibrante noche neoyorquina. Sugirió una fiesta en un club en el Bajo Manhattan, un lugar conocido por su música envolvente, sus luces bajas y su ambiente despreocupado. Era exactamente lo que necesitaba: un espacio donde la luz tenue y los ritmos frenéticos pudieran difuminar el rostro de la candidata y dejarme ser solo una mujer que buscaba desconectar, sentir la libertad de la pista de baile y perderse en el anonimato de la multitud. Me cambié, eligiendo un vestido sencillo pero elegante, de un color oscuro que se fundía en la penumbra, que no gritaba "política" ni atraía miradas innecesarias. Max me esperaba en el lobby del hotel, luciendo una camisa desabrochada y una sonrisa que prometía diversión y despreocupación. Pedimos un taxi y en poco tiempo nos sumergimos en el pulso inconfundible de la ciudad que nunca duerme. Las luces de Times Square se desdibujaban en el retrovisor, y nos adentrábamos en un laberinto de calles iluminadas con un brillo más íntimo. El club era un torbellino sensorial: luces estroboscópicas que pintaban patrones efímeros en la oscuridad, una neblina densa de humo artificial y una música electrónica que vibraba en el pecho, penetrando hasta los huesos. La gente bailaba sin inhibiciones, con una energía contagiosa, y por un momento, me permití sentir esa misma libertad cruda y pura. Max tomó mi mano, sus dedos entrelazados con los míos, y me guio a través de la densa multitud, sus ojos fijos en los míos, como si solo existiéramos nosotros dos en ese universo de sonido y movimiento. Bailamos durante lo que parecieron horas, el sudor brillando en nuestra piel, riendo, olvidando por completo los debates, las encuestas, la asfixiante presión de la campaña. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí ligera, ingrávida, como si todo el peso del mundo se hubiera desvanecido en el aire saturado de música. En algún momento, mientras estábamos en medio de la pista de baile, el calor, el sudor y una sed imperiosa nos obligaron a buscar un respiro. "Voy a buscar unas bebidas", me dijo Max al oído, su voz apenas audible sobre el estruendo. Sus labios rozaron mi oreja, enviando un escalofrío. "No te muevas de aquí, por favor." Asentí, viéndolo desaparecer entre la marea de cuerpos danzantes, una silueta que se fusionaba con la oscuridad y el movimiento. Me quedé allí, observando a la gente, la euforia colectiva. Pero los minutos se estiraron de forma inusual. Uno, cinco, diez. La sensación de ligereza que había experimentado empezó a desvanecerse lentamente, reemplazada por una punzada de preocupación que se retorcía en mi estómago. ¿Dónde estaba? ¿Por qué tardaba tanto? Intenté divisarlo entre la multitud, estirando el cuello, elevándome sobre las puntas de mis pies, pero era una tarea imposible. La música, que antes me había liberado, ahora parecía asfixiarme con su volumen ensordecedor. Los rostros sonrientes a mi alrededor se volvieron difusos, ajenos a mi creciente ansiedad. Me moví, buscando, empujando suavemente a la gente, pidiendo permiso con la mirada, pero Max no aparecía por ningún lado. Cada minuto que pasaba aumentaba mi inquietud. El tiempo siguió pasando, inexorable, y mi búsqueda se volvió desesperada, frenética. Recorrí el perímetro del club varias veces, revisé cada rincón del bar, incluso me aventuré hacia los baños, pero no había rastro de él. La fatiga que había intentado ahuyentar con la euforia de la fiesta regresó con una fuerza abrumadora, sumándose a la creciente desilusión que empezaba a instalarse en mi pecho. La alegría de la noche, esa efímera burbuja de despreocupación, se había desvanecido por completo, dejando un vacío amargo y una sensación de abandono. Al final, con el corazón encogido y una profunda tristeza que me oprimía el alma, tuve que aceptar la cruda verdad: lo había perdido de vista. La idea de buscarlo más allá del club, en medio de la inmensidad laberíntica de Nueva York a esas horas de la madrugada, era una locura impensable, un riesgo innecesario para Mary García, la candidata. Cansada, triste y con los pies doloridos por las horas de pie y de baile, tomé un taxi de regreso al hotel. La ciudad, que horas antes había sido un refugio y una promesa de escape, ahora parecía recordarme mi vulnerabilidad, mi soledad inherente en medio de la multitud. Las luces de los rascacielos parecían burlarse de mi intento fallido de anonimato. Al llegar a la suite, me quité el vestido con movimientos lentos y automáticos, sintiendo el peso del fracaso de mi pequeña aventura. Me dejé caer en la cama, la cabeza llena de preguntas sin respuesta, con la imagen de Max desvaneciéndose en la niebla de mis pensamientos. ¿Qué había pasado? ¿Por qué se había desvanecido tan fácilmente, tan completamente? La dulce escapada se había convertido en un recordatorio brutal de la soledad que a menudo acompaña a la vida bajo los focos, a la vida de una figura pública. La luz tenue del amanecer se filtró por las cortinas pesadas, pintando el horizonte de un gris pálido y marcando el final de un breve interludio y el comienzo de otra jornada de campaña ineludible. Mis ojos se abrieron, y la imagen de Max, de la noche, se desvaneció, reemplazada por la realidad ineludible de mi agenda. No había tiempo para la tristeza, para la decepción personal, para rumiar un encuentro fallido. La batalla por la nominación me esperaba, y no podía darme el lujo de flaquear. Tenía un avión que tomar, un equipo que liderar y un discurso que pronunciar. Misuri me aguardaba, y con ella, otra oportunidad para demostrar que, a pesar de todo, a pesar de los empates, a pesar de los desafíos personales, Mary García estaba lista para luchar por la presidencia. El breve respiro había terminado; la candidata debía levantarse de nuevo, con la frente en alto, y enfrentar lo que viniera.