El sol de la mañana, que prometía una boda radiante, ahora se sentía como un hierro candente sobre la piel de Noah Koch.

La mansión, antes un hervidero de alegría, se había convertido en un centro de comando frenético. El presentimiento de Noah se había materializado en la peor de las pesadillas: Amelia había desaparecido.

Noah estaba en el salón principal, con el rostro endurecido por la furia y la desesperación. A su alrededor, un equipo de seguridad privado, Arturo, y agentes de policía y de la Guardia Costera, se movían con rapidez, pero la lentitud de los resultados lo estaba volviendo loco.

—¿Alguna pista? ¡Algo! —rugió Noah, golpeando la mesa con el puño—. ¡Revisen las cámaras externas, las de los vecinos! ¡Cada auto que entró o salió en las últimas horas! ¡Cada persona que estuvo cerca del camino secundario!

Arturo, pálido, se acercó. —Señor, las cámaras del sector arbolado fueron desactivadas con un corte limpio. Y los dispositivos GPS del vehículo de la mansión… fueron extraí