La siguiente mañana, Noah hizo arreglos. Una reunión de negocios en un lugar neutral, un restaurante discreto que él controlaba. La invitación a Enzo fue corta y directa, sin dar lugar a negativas. Noah quería hablar, pero lo que realmente quería era una confrontación.

Enzo llegó al restaurante con su habitual aire de suficiencia, una sonrisa calculada en sus labios. No se imaginaba la tormenta que estaba a punto de desatarse.

—Noah, qué sorpresa tan agradable —dijo Enzo, sentándose frente a él—. ¿A qué debo el honor de esta invitación? ¿Quizás a discutir el futuro de… ciertas inversiones?

Noah lo miró fijamente, con los ojos tan fríos como el hielo del vaso que tenía en la mano. La sonrisa de Enzo se desvaneció lentamente.

—No estamos aquí para hablar de inversiones, Enzo —la voz de Noah era baja, controlada, pero con una resonancia peligrosa—. Estamos aquí para hablar de Amelia.

El rostro de Enzo se tensó imperceptiblemente.

—Amelia. ¿Qué hay con ella? Si es por la visita al hospita