La madrugada era un fantasma de bruma y lluvia cuando Gabriele, con los ojos enrojecidos y el cuerpo tiritante, decidió que no podía quedarse. No en esa casa, no después de todo.
Sin maleta, sin abrigo, sin rumbo fijo más que su propio tormento, escapó.
Sus pasos erráticos lo llevaron a la ciudad dormida, hasta que la imponente imagen del edificio donde vivía Luciano surgió ante él. El vestíbulo, frío y luminoso, parecía un reino al que ya no pertenecía. Aun así, avanzó.
—¿Nombre? —preguntó el recepcionista, mirándolo con desconfianza.
—Gabriele... quiero ver a Luciano Vaniccelli—balbuceó.
El hombre negó con la cabeza, inexpresivo.
—El acceso al ascensor privado es solo con autorización. No puede pasar.
—Por favor... —suplicó Gabriele, con voz vacilante. — Solo... solo llámalo.
No hubo compasión del portero. La puerta automática se cerró con un pitido seco tras él, y Gabriele se quedó afuera, bajo la lluvia, empapándose hasta los huesos.
Con manos debilitadas, sacó su teléfono, marcó