Las horas se habían envejecido sin que Gabriele se diera cuenta. Seguía sentado en la misma banca junto a la piscina, inerte, como una estatua abandonada bajo el cielo oscuro. Sus ojos vacíos fijos en el agua que ya no reflejaba astros brillantes, sino pedazos de sí mismo.
La puerta principal se abrió con un crujido, su madre fue la primera en verlo: descompuesto, perdido y con el alma hecha jirones. Un grito ahogado escapó de sus labios, y en segundos su padre también salió, su expresión endureciéndose al ver el estado lamentable de su hijo.
—¿Gabriele? ¿Qué demonios ha pasado? —preguntó, su voz grave atravesando la quietud.
Gabriele no respondió. Solo bajó la cabeza, como un niño atrapado en medio de su propia ruina.
La familia no tardó en rodearlo, preguntándole mil cosas que él apenas oía. Fue su madre quien se agachó frente a él, rozándole el hombro con una mano acogedora.
—Estoy aquí cariño—susurró ella—, dime qué paso.
Gabriele se desmoronó entre sollozos entrecortados, terminó