La mañana llegó despacio, con un sol pálido que apenas despertaba el día. Gabriele se levantó tarde, todavía sintiendo en el cuerpo el eco de la noche anterior: la voz de Luciano susurrándole cosas que quedaron tatuadas en su piel, esa sensación de estar tan conectado a él que le hacia anhelar tenerlo cerca en ese momento.
Se estiró en la cama vacía, miró el teléfono —sin mensajes nuevos— y, sin pensarlo demasiado, la idea le atravesó la mente como un rayo: Voy a verlo.
No había razones, no había excusas, solo quería verlo.
Se levantó de un salto, corrió al baño y se dio una ducha rápida. Luego se vistió con lo primero que encontró: un overol blanco, un buzo de cuello tortuga beige y unas zapatillas blancas con rayas negras. Sin siquiera detenerse a desayunar, salió apresuradamente en su auto. El trayecto hasta la empresa de Luciano se le hizo eterno, iba manejando ligeramente mirando por la ventanilla con una sonrisa tonta pintada en los labios, como si supiera que estaba a punto de