Mundo ficciónIniciar sesiónNo sonrió, ni ofreció un asiento.
“Llegas tarde,” dijo de nuevo.
Ella miró el reloj. Eran las 3:56. “La entrevista estaba programada para las 4:00.”
“Entonces deberías haber estado aquí a las tres cincuenta.” Murmuró, sin mirarla. “La puntualidad no se trata de llegar a tiempo. Se trata de estar lista antes de tiempo.”
Catalina presionó los labios, resistiéndose a rodar los ojos. “Anotado.”
Finalmente desvió la mirada de su laptop hacia ella. “¿Siempre tienes una respuesta para todo?”
“Solo cuando me insultan antes de darme la oportunidad de sentarme.” murmuró, fijando la vista en sus dedos inquietos.
Algo que parecía diversión parpadeó en su rostro, antes de desaparecer. Señaló la silla frente a su escritorio.
“Entonces siéntate.”
“Gracias.” Se inclinó ligeramente y se sentó, cruzando las piernas con cuidado, evitando su mirada intimidante.
El Sr. Montoya parecía tan poderoso, al igual que el aura que lo rodeaba; el tipo de poder que no necesitaba ser anunciado.
“Catalina Rivas,” dijo, revisando su currículum. “Veinticinco años. Experiencia en marketing, contratos freelance, sin empleo estable en el último año.”
Sus mejillas se calentaron, de repente sintió el deseo de ser mejor. “No es exactamente como lo expresaría.”
“Prefiero precisión.” Colocó la tablet sobre la mesa y la miró. “No pareces alguien que pertenezca a mi oficina.”
Parpadeó. “¿Disculpe?”
“Estás nerviosa,” dijo simplemente. “Sin pulir, descuidada, fuera de lugar, ni siquiera te compararía con el más bajo de mi personal. Y aun así viniste. ¿Por qué?”
Sus dedos se apretaron alrededor de la correa de su bolso, sintiéndose pequeña. “Porque soy capaz, porque necesito este trabajo. Y porque alguien que ha pasado toda su vida luchando por mantenerse a flote aprende a no retroceder solo porque la habitación se siente intimidante.”
La comisura de su boca se contrajo, no era una sonrisa, parecía más un reconocimiento. “Respuesta interesante.”
Forzó una sonrisa, su corazón latiendo frenéticamente contra su caja torácica.
Se recostó, estudiándola como si fuera un rompecabezas que no sabía si resolver o descartar. “Dime, señorita Rivas, ¿hasta dónde llegarías para evitar que tu vida se desmorone?”
Frunció el ceño. “¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Parte de la entrevista?”
“Una práctica.” Abrió una carpeta y deslizó un documento hacia ella. “No estoy buscando una asistente personal.”
Ella miró el papel, la curiosidad brillando en sus ojos. “¿Qué es esto?”
Un número en la parte inferior que le hizo olvidar cómo era respirar.
“Busco,” continuó, “a alguien que pueda interpretar un papel.”
Parpadeó, confundida, escuchándolo y revisando el papel cuyo contenido no podía descifrar.
“¿Un papel?”
“Un rol temporal. Asistirás a eventos conmigo, me acompañarás a cenas, viajarás cuando sea necesario. El público creerá que eres mi prometida.”
La mente de Catalina quedó en blanco. “¿Su qué?”
“Prometida falsa,” aclaró, como si fuera una transacción de negocios, que para él probablemente lo era. “Es un contrato a corto plazo. Tres meses, posiblemente extendido. Serás compensada generosamente al final del acuerdo.”
Lo miró incrédula. “Estás bromeando, definitivamente.”
“No bromeo,” dijo con voz neutra. “El patriarca de la familia exige estabilidad. Quiere la imagen de un hombre asentado. Es una distracción, así que no puedo permitirme entretener a alguien real.”
Catalina quedó atónita, tratando de entender lo que acababa de decir. Si su abuelo quería estabilidad, ¿significaba eso que él era rival de Javier?
Revisó el contrato, su corazón latiendo con fuerza.
Había un estipendio mensual lo suficientemente grande como para borrar sus deudas, y un bono de finalización que podría cambiarle la vida para siempre.
“Esto es una locura,” susurró. “Podrías contratar a cualquiera, una modelo, una actriz. ¿Por qué yo?”
Lo miró sin vacilar. “Porque no eres nadie.”
Su respiración se detuvo, acababa de degradarla en su presencia, sin remordimiento.
“¿Perdón?”
“No tienes vínculos públicos,” murmuró, “Sin escándalos, sin interés de tabloides, sin ambición de escalar socialmente. Eres… segura, y lo suficientemente desesperada como para no rechazarlo.”
Su mandíbula se tensó. “Vaya. Realmente sabes cómo hacer sentir especial a una chica.”
Aunque el sarcasmo en su tono era evidente, él no parpadeó.
“No busco nada especial, señorita Rivas. Busco algo confiable.”
Dejó los papeles sobre la mesa, obligándose a pensar. “¿Te das cuenta de lo loco que suena esto? Me estás pidiendo que finja estar comprometida con un hombre que acabo de conocer. Que viva con él. ¿Para… qué, tomarle la mano en fiestas?”
“Exactamente,” dijo él. “Y cuando sea necesario, también interpretarás el papel en público… afecto, familiaridad, la ilusión de intimidad. Nada más.”
Su estómago se revolvió. “También me llevarás con tu familia… ¿Qué pasa si descubren que es falso?”
“No lo harán. Firmarás una cláusula de confidencialidad. La incumples, y las penalizaciones serán… desagradables.”
El aire entre ellos se espesó.
No la estaba amenazando, simplemente estaba estableciendo las reglas.
Miró la línea de firma al final del contrato; recibiría 50 millones de dólares, algo que no podría reunir ni trabajando cinco años.
Podría liquidar sus deudas, pagar la renta y recuperar la libertad que había perdido, pero también era una locura.
“Te lo tomas muy en serio,” murmuró.
“No pierdo tiempo en hipótesis, ¿entonces aceptas o no?”
Exhaló, los ojos moviéndose entre él y el contrato. “¿Y si digo que no?”
Su mirada no vaciló. “Entonces sales de aquí y vuelves a preocuparte por conseguir otro apartamento y un trabajo que te permita pagar tus cuentas.”
Los ojos de Catalina se abrieron, preguntándose cómo había sabido todo eso.
“No me estuviste acosando, ¿verdad?”
“El trabajo es confidencial, no contrataría a cualquiera.”
Aunque sonaba cruel, decía la verdad.
Catalina sintió calor detrás de los ojos, no lágrimas, sino ira. “¿De verdad crees que el dinero hace que la gente sea tuya, verdad?”
Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en el escritorio. “Creo que el dinero compra tiempo, libertad y opciones. Cosas que personas como tú rara vez pueden elegir.”
Su garganta trabajó; quería odiarlo, descargar toda su frustración del día anterior sobre él, pero una parte de ella, la que pasó la noche mirando cuentas vencidas, no podía.
Una parte de ella insistía en contarle su historia con su sobrino Javier, pero al darse cuenta de que podría arruinar las cosas, apartó la idea de su mente.
De todos modos, solo estarían juntas tres meses, y dejarlo saber ahora podría hacer que termine el contrato.
Tomó el bolígrafo. Su mano tembló una vez antes de estabilizarse. “Está bien,” dijo en voz baja. “Lo haré.”
La expresión de Alejandro no cambió, como si este fuera el resultado que había predicho todo el tiempo. Extendió la mano para deslizarle los papeles, y sus dedos se rozaron.
Aunque el contacto fue breve, fue eléctrico.
Su pulso se aceleró, sus ojos se cruzaron, el más mínimo cambio en su respiración era la única señal de que él también lo había sentido.
Firmó su nombre.
Él tomó el contrato de nuevo, colocándolo cuidadosamente en la carpeta. “Hay reglas,” dijo. “Vivirás en mi residencia por apariencia. Estarás donde te necesite, cuando te necesite. Y, lo más importante, no confundas esto con nada más que una transacción.”
Ella levantó una ceja. “¿Qué significa?”
“Significa,” dijo con firmeza, “que no te enamoras de mí.”
Catalina casi rió, pero se contuvo. “Créame, señor Montoya, eso no será un problema.”
Él la miró un momento más, como evaluando la fuerza de esa declaración, luego se levantó. “Bien. Haré que mi conductor te lleve al penthouse. Te mudarás esta noche.”
Su corazón se saltó un latido. “¿Esta noche?”
Se volvió hacia la ventana, su reflejo enmarcado por el horizonte de Madrid. “Mañana tenemos una gala. Necesitarás algo apropiado para vestir.”
Abrió la boca para protestar, pero él no se dio la vuelta.
“Bienvenida al contrato, señorita Rivas,” dijo, voz suave como el cristal. “Esperemos que valgas el riesgo.”







