—¿Eres tú, Nana?
Su voz, frágil y escéptica, me sacó de mis recuerdos y me devolvió a la fría habitación donde ambas estábamos. Parpadeé e inspiré hondo, con la piel erizada y una dolorosa sensación pesada en la boca del estómago.
Cuando, con dificultad, se levantó de la silla donde estaba y trató de venir a mí, mis pies reaccionaron y retrocedieron medio paso. Mis tacones altos produjeron un suave sonido en el piso, que la llevó a detenerse.
—¿Eres mi Nana? —me preguntó de nuevo, ansiosa por una respuesta y con sus verdes ojos ligeramente brillantes.
Apreté el bolso Prada en mi mano derecha, mientras que mi mano izquierda se cerraba y mis uñas se clavaban en mi palma, pero no sentí dolor. No sentí nada, solo podía ver a la mujer a pocos metros de mí, con el inmenso mar azul detrás de su enferma figura en bata blanca. Estaba pálida, el cabello rubio con un desastroso corte y con los ojos hundidos en las profundas cuencas. En ese momento seguro tenía 45 años, pero se veía como una mujer