Cabía la posibilidad de que la bebé Zoé sí fuese hija de Adam. Quise quedarme a escuchar lo que John venía a decirle a mi esposo, pero el llanto repentino de mi bebé me llamó desde las habitaciones superiores.
Adam lo oyó y volteó con gesto inquieto. Pero cualquier deseo de verlo ya había desaparecido, eclipsado por otras preocupaciones. Y a mí no me quedó más que seguir subiendo y apresurarme a ir a verlo. Entré a su habitación y lo saqué de la cuna. Tenía la carita llena de lágrimas.
—¿Qué pasa, amor? —canturreé y lo acuné en mis brazos.
Le cambié el pañal y le puse ropa más fresca, para después sentarme en el sillón orejero que Adam me había comprado para alimentarlo. Con el corazón hecho un algodón de azúcar, lo observé comer y mirarme con aquellos ojos entre verde y castaño, tan transparentes, cada vez más idénticos a los de su papá.
Mi bebé era adorable, lo más bonito que existía para mí. ¿Cómo es que Adam no caía rendido ante ese bebé tan encantador?
Sonriéndole, le pasé los de