La temperatura en la habitación era constante, ideal para el cuerpo. Irene no tenía razón para despertarse con la cara roja después de una siesta.
—¿Te has abrigado demasiado? —preguntó Diego, extrañado—. La manta no es tan gruesa.
—No pasa nada, solo es que tengo un poco de calor... —Irene miró hacia abajo, evitando su mirada.
—¿No será que tienes fiebre? —Diego alzó la mano para tocar su frente.
Irene reaccionó de inmediato, retrocediendo dos pasos para esquivar su mano.
Diego se quedó sorprendido, su mano extendida quedó suspendida en el aire.
Irene se dio cuenta de que había reaccionado de forma exagerada.
—No, no tengo fiebre, es solo que... no he dormido bien. —se apresuró a explicar.
—Bueno. —Diego la miró de reojo y luego bajó lentamente la mirada.
No dijo nada, pero su cuerpo transmitía un aire de desamparo.
Irene, sin saber qué decir, decidió pasar a su lado y bajar las escaleras.
—¡Ire! —la llamó Diego.
—¿Qué pasa? —Irene se volvió a mirar.
—Ire, ¿he hecho algo mal? —Diego s