Regina, con el delantal puesto y una cuchara de madera en la mano, revolvía una salsa casera que estaba preparando para la cena de esa noche. Se trataba de una comida muy hogareña, la cual era la favorita de su esposo.
Mientras los minutos pasaban, constantemente se asomaba por la ventana de la cocina, luego por la entrada principal, ansiosa de ver su auto llegar.
Pero nada.
No llegaba.
Las manecillas del reloj avanzaban y él no aparecía. Se hicieron las siete, las ocho, las nueve de la noche. Y nada.
Cansada ya de tanta espera, tomó su teléfono y marcó el número de su esposo, pero únicamente la mandaba a buzón, lo cual era demasiado sospechoso.
¿Desde cuándo mantenía el teléfono apagado?
Convenciéndose de que se trataba de un asunto de señal y no de otra cosa, le envió un mensaje de texto, pero no recibió respuesta.
La preocupación comenzó a atormentarla, al igual que los malos pensamientos.
¿Se trataría esto de un imprevisto?
¿De un accidente?
Temió por lo último. Pero luego una i