—Déjame ayudarte —dijo Nicolás, de pronto.
Regina frunció el ceño.
¿No la estaba ayudando ya?
—No —fue la respuesta automática. No quería su ayuda, no quería su cercanía, no quería nada de él.
Pero Nicolás no se refería a su tobillo. Su mirada se desvió del pie a su cara y entonces lo supo. Hablaba de la empresa.
—Déjame ayudarte —repitió él, y esta vez su intención era más clara. Se refería a la empresa. Se refería a su dinero. Y lo sabía. Lo sabía tan bien como sabía el nombre del causante de su propio desastre.
Un suspiro de exasperación escapó de sus labios. La humillación. El resentimiento. La necesidad. Todo se mezcló. Él quería su dinero, sí, pero ella necesitaba ayuda o, más bien, un milagro.
¿Qué otra opción le quedaba?
—¿Ayudarme con qué, Nicolás? —se hizo la desentendida en un principio—. ¿Con mi tobillo? ¿O con el desastre que, por si no lo recuerdas, tú ayudaste a crear?
—Sé lo que está pasando con la empresa, Regina —dijo él ignorando su tono cargado de reproche, o al me