Regina pisó el acelerador, las ruedas del auto chillando en el asfalto mientras salía del estacionamiento por fin. Cada metro que la alejaba de Nicolás la hacía más consciente de lo que había hecho. Un trato con el diablo, eso era.
La amargura le subió por la garganta, quemándole la lengua. Quería gritar, quería golpear el volante, quería llorar hasta que no le quedaran lágrimas. Y en medio de todas esas emociones turbulentas, un nombre resonó en su mente: Ismael.
Ismael era su amigo. El único que no disfrutaría de su caída. El único que no la juzgaría por sus malas decisiones. Con manos temblorosas, tomó su teléfono celular y marcó su número.
—Hola... ¿Regina? —Su voz era arrastrada y soñolienta.
—Lo siento, Ismael, de verdad —se disculpó de forma apresurada. Seguramente había tenido una noche larga atendiendo pacientes y ahora ella venía a molestarlo con sus problemas—. Perdóname por molestar. No quise…
Al otro lado de la línea, Ismael se enderezó en su cama. Había tenido una guardia