Leia notaba que pasaba algo. Dormía muy intranquila y se movía muchísimo. Eso, para ella —que parecía que por la noche bailara break dance— era decir mucho.
Eran como las tres de la mañana cuando noté cómo mi hija se levantaba y se sentaba en la cama.
—Mamá, tenemos que hacerme las uñas, porque las llevo fatal.
—¿Qué dices, hija?
—Las uñas —me dijo, enseñándome la manita—. No tienen purpurina, las llevo fatal.
—No pasa nada, cariño. Mañana arreglamos las uñas.
—No, mañana no. Ahora. Mira, mira —dijo poniendo la manita delante de mi cara—. No tengo purpurina. Tenemos que hacer la manicura.
—¿Pero ahora?
—Sí —dijo muy seria, con la cabeza.
Y así hemos llegado a esta situación. Son casi las cuatro de la mañana y estamos sentadas en la cama pintando uñas.
—Ya no las llevas fatal, cariño.
—Vale, mamá, gracias —y acto seguido se metió entre las sábanas y se quedó dormida.
Y ahora, ¿qué hago yo con las uñas pintadas y ya es la hora de levantarme para trabajar?
No era raro que Leia estuviera