La niña estaba desplomada en el suelo, agarrándose el pechito por el dolor que sentía. Su tierna carita estaba morada, al parecer le costaba mucho respirar.
Los pasajeros del avión, asustados, entraron obviamente en pánico. De la nada, estaban todos alrededor de mi hija, mi niña linda.
Intenté hablar, pero no me salía ni una sola palabra, yo también estaba en panico. Entonces, escuché la risa estúpida de William Dacourt, desde la torre de control:
—¡Ahora ya vienes a exagerara! Eso no es más que el típico problemita del corazón de siempre de la niña. Aun no es tiempo para aterrizar y el aterrizaje de la aeronave no está permitido, debe que mantenerse en la cola de aterrizaje.
—¡El colmo de la desfachatez la tuya! Pones en riesgo cientos de vidas solo por capricho.
Al escuchar eso, sentí como si me echaran un balde de agua fría.
Así que William también al parecer había renacido.
Los recuerdos de mi vida pasada, envueltos en mucho dolor, parecían seguir doliéndome.
Solté una bocanada llena de dolor en un suspiro, intentando expulsar esa agonía que permeaba hasta lo más profundo de mi alma.
Mientras intentaba mantener el control de la aeronave, le contesté:
—William, ni siquiera dimensionas la gravedad de la enfermedad de tu hija. ¿Con que cara hablas de semejante manera tan cínica?
—Ella en verdad está a punto de...
De repente, un zumbido eléctrico interrumpió la transmisión. Después de un momento de interferencia en la señal, William cortó mi conexión con la torre de control, de eso no tenía duda.
El copiloto gritó desesperado:
—¡Amelia! Parece que tu hija ya no va a aguantar...
Los jadeos de dolor de mi hija resonaban en mis oídos. Temblando, traté de volver a contactar con la torre de control.
Desde allí, otro colega me contestó, pero con evidente fastidio:
—Señora Lemaire, ya Dacourt nos explicó la situación.
—Parece que solo quieres aterrizar pronto porque te da miedo la tormenta eléctrica que se avecina. Lo entendemos, pero... ¿para qué mentir diciendo que es un asunto de vida o muerte de tu hija?
—Todo debe hacerse conforme al reglamento, deja de insistir.
Mientras tanto, escuché cómo William exclamaba satisfecho:
—¡El vuelo C1876 ya aterrizó sin problemas!
El vuelo C1876 era donde viajaba “su tal amorcito", Nicole Ferrier.
Otro colega le preguntó:
—¿Deberíamos autorizar el aterrizaje del avión de la señora Lemaire? Es el que sigue en la lista.
Pero William sonrió:
—¡Ella que espere!
—¿Quiere adelantarse usando excusas? Pues que aprenda lo que se siente esperar su turno.
Después, colgaron, y se fue la conexión.
Con eso, también se fue la última oportunidad que tenía mi hija para seguir con vida.
El copiloto me dijo que ella me llamaba con un miedo tan profundo que desgarraba el alma.
Él tomó el control del avión por unos instantes, y yo corrí hacia ella. Nunca en esta vida había sentido tanto desespero.
—Mami, perdóname... —la pequeña dijo con sus labios morados, que dibujaron una dolorosa sonrisa.
Pudimos estar juntas otra vez en nuestra segunda vida, pero ya no puedo seguir acompañándote.
Cerró los ojos lentamente y sus brazos se dejaron caer.
Desde lo más profundo de mi pecho, grité con todo mi dolor, mientras la furia hacía que mi cuerpo entero temblara sin control y no estaba exagerando.
Pero justo en ese momento, el copiloto gritó:
—¡Señora Lemaire, parece que se avecina una gran tormenta eléctrica adelante!
No tuve tiempo de seguir lamentándome.
Sabía que ahora enfrentaba la misma situación que aquella vez en mi vida pasada.
Mi prioridad no era quedarme sumida en el dolor, más bien, era asegurarme de que las más de trescientas personas en el avión aterrizaran a salvo.