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Dos semanas después, Max invitó a Isabella a pasar su luna de miel en Londres.

Al principio, Isabella dudó en aceptar—no es que tuviera muchas ganas de viajar tan pronto—pero conocía demasiado bien a su esposo. Cuando Max se proponía algo, nadie podía hacerlo cambiar de opinión. Así que, con un suspiro y una sonrisa suave, terminó rindiéndose.

Aquella tarde, Isabella estaba de pie en el balcón de la suite del hotel, disfrutando de la brisa cálida y del suave brillo anaranjado del atardecer.

—¿Estás feliz? —la voz de Max la sobresaltó desde atrás.

—Mucho —respondió ella, sonriendo radiante.

—Ajá —murmuró Max con una sonrisa burlona—. Ayer, incluso antes de saber a dónde íbamos, ya estabas rechazando venir. Y ahora que ves el lugar, estás felizísima. Jamás entenderé a las mujeres.

—¿Qué dijiste? —Isabella se giró de golpe, fulminándolo con una mirada juguetona.

—Nada, nada. No dije nada. Vamos, salgamos a caminar. Hay un parque de diversiones cerca del hotel —dijo Max enseguida, poniénd
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