La noche se cernía sobre la ciudad como un velo espeso y silencioso. Las luces de los rascacielos titilaban entre la neblina del invierno, reflejándose en las ventanas de la clínica privada donde Samara y Lucca esperaban, en tensión contenida, la llegada de sus hijos.
La habitación estaba tenuemente iluminada por lámparas cálidas, con un mobiliario sobrio y moderno, decorado con tonos suaves que intentaban brindar algo de calma en medio de la tormenta de emociones que atravesaban. Las máquinas emitían pitidos rítmicos, y el aire tenía ese olor inconfundible a desinfectante y esperanza.
Samara estaba recostada en la cama, rodeada de cables que monitoreaban su ritmo cardíaco y el de los bebés. Su rostro estaba bañado en sudor, los ojos entrecerrados por el dolor, y la respiración agitada por las contracciones que comenzaban a acercarse, cada vez más intensas. Aunque había temido este momento durante semanas, ahora que estaba sucediendo, algo en su interior sabía que estaba lista.
Lucca